Este último año mi hija lo encontró un poco solo, un poco tristón, «Mamá, el Sireno ahí, tan solito…», «Si, hija», le contesté, «ahora llega el invierno y va a pasar algo de frío».
Y así han transcurrido algunas de nuestras conversaciones cada fin de semana, observando la soledad del centro de Vigo, la desertización que ha ido sufriendo estos últimos años, comprobando como la mayoría de los niños de la ciudad viven en el extrarradio, viendo como los comercios tradicionales cierran y dan paso a otro tipo de negocio y como aquel ajetreo de la calle del Príncipe ha ido perdiendo esencia, tanta, que hasta una de las tiendas más visitadas va a cerrar.
Y así, observando como la ciudad muda sus formas, sus hábitos, modifica sus costumbres, así, sin darnos cuenta, algo nos ha dicho que estamos ahí, agazapados, buscando un pretexto para salir en manada y recordar que el centro de Vigo existe y que cuando se llena, es más atractivo.
Estos días entre La Farola de Urzaiz y la Puerta del Sol existe un auténtico furor navideño, furor por la necesidad de conseguir una foto junto a algunos de los adornos navideños, un retrato bajo las luces o un selfie ante el inmenso árbol luminoso que acompaña estos días al Sireno.
Yo, fanática absoluta de la tecnología, las redes sociales, los teléfonos inteligentes y de cualquier cacharrito que me haga la vida más sencilla, yo, me veo absolutamente contagiada por ese furor y observo estos días el movimiento navideño como una auténtica revolución. Una revolución protagonizada por familias enteras que quieren fotos, fotos y más fotos, dentro y fuera del árbol, en cualquier esquina, quieren captar lo que sienten y enseñarlo, compartirlo, dejar constancia de que han pasado por ahí.
Les confieso que yo también tengo mi selfie, que entiendo el furor y que deseo que permanezca porque a pesar de la multitud da gusto sentir viva a la ciudad, da gusto observar alegría, compartir sonrisas, contagiarnos del espíritu navideño y de paso, hacerle compañía al Sireno.