Pero la clase política, sobre todo, además de la cúpula de la banca, sigue llenándose la boca cuando habla de responsabilidad, de ética, de sacrificio…, de tantos conceptos importantes que dichos con las palabras de sus representantes suenan totalmente vacíos, a tenor de sus deplorables actos. Por eso nadie los cree. Sin embargo, se les sigue votando. Quizá sea porque todos sabemos que el sistema necesita de nuestra participación, y porque todavía no hemos quedado suficientemente escaldados con los engaños de quienes nos representan. Ninguno es el ideal. Ninguno. Pero la juventud toma esas referencias como válidas en un momento en el que parece que todo vale con tal de salir adelante y sobrevivir.
Luis Roldán, uno de los mayores exponentes de la corrupción española de los últimos tiempos, dice que «tirar de la manta no sirve para nada». Quizá sea cierto. Porque las condenas por delitos vinculados con lo que todos entendemos por corrupción son mínimas y, en el caso de acabar en la cárcel, por unos motivos o por otros, el condenado enseguida vuelve a recuperar su libertad. Esto también concuerda con las declaraciones que realizó un juez ante una cámara de televisión reconociendo que las cárceles no están hechas para los ricos, de lo que se puede deducir que tampoco están hechas para los poderosos, que suele ser lo mismo. Hablamos del tipo de personas con influencias y dinero suficiente para contratar a los mejores abogados, profesionales del derecho capaces de encontrar fisuras legales para lograr el mayor beneficio para su cliente. Porque se hacen trampas hasta con la legislación y con la posterior aplicación de las leyes; en la realidad, el poder judicial no es ajeno al poder político.
Mi abuela paterna, esposa de abogado y madre de abogado, repetía una y otra vez la manida frase de que «quien hizo la ley hizo la trampa», acostumbrada al trajín legal que se movía a su alrededor.
Cabría preguntarse por qué prescriben los delitos, sobre todo, aquellos tipos que son más frecuentes entre las clases dirigentes. Cabría preguntarse, también, por qué a los políticos siempre les cuesta abandonar su puesto y nunca resulta fácil apartarlos de sus cargos. Pero todo esto no es exclusivo de los que ya están arriba, entendiendo como arriba esa posición de relevancia social que va vinculada con el poder, aunque muchos no merecieran estar en otro lugar que al frente de un rebaño de ganado, respetando, por supuesto, a quienes de verdad se ganan la vida con esa profesión. Lo más triste es que estos ejemplos calan en la sociedad española.
Existen muchas personas para las que vale todo con tal de subirse a ese carro del poder, auténticos trepas en los que han calado hondo, como digo, esos ejemplos que vemos diariamente en los que conducen esta nave que es España, y que parecen llevarla directamente contra las rocas. No son, precisamente, buenos ejemplos para nuestra juventud. Y quizá sea todo eso lo que ha motivado la frase triste pintada en una pared de una ciudad española limítrofe con Portugal: «Na vida há que forçar para ser alguém» (En la vida hay que joder para ser alguien).