Un alumno, por motivos que para nosotros ahora ya no tiene demasiado sentido valorar, porque, qué importa si fue un acto premeditado en el propio ejercicio de sus facultades mentales o si fue originado por una crisis de identidad o por cualquier otro desequilibrio psicológico, lo cierto es que el alumno hirió a varias personas y mató a este profesor que, al oír los gritos, salió al pasillo para ayudar a una de sus compañeras que había sido herida.
Este profesor se llamaba Abel Martínez y había nacido en Lleida hace treinta y seis años. Era interino y solamente llevaba diez días realizando una sustitución en el mencionado centro, aunque acumulaba una dilatada experiencia como profesor sustituto itinerante. Gozaba de gran prestigio en su entorno por su implicación en un trabajo que no siempre se ve recompensado.
Al margen de la conveniente discreción sobre el caso, los comentarios, como digo, y las acciones, parecen centrarse exclusivamente en la situación anímica del protagonista de los hechos. Sin menosprecio de estas consideraciones, es preciso reivindicar el reconocimiento público e institucional que merece Abel Martínez, fallecido heroicamente en el ejercicio de su trabajo. En otras ocasiones observamos un enorme despliegue de manifestaciones verbales en boca de nuestros representantes gubernamentales, y la compensación económica y moral a la familia de la víctima. En este caso, en cambio, no parece haber sido así, a no ser que una excesiva discreción haya ocultado parte de lo que ahora reclamamos. Y es justo que Abel Martínez tenga ese merecido reconocimiento público e institucional, en ese brusco atardecer de su vida.