Luego, haces un repaso por algunas de las películas más conocidas de Historia del Cine, que recrean algunos de los ambientes más pegajosos del planeta, donde el bochorno no da tregua, y recuerdas cómo los personajes van adecuadamente vestidos.
Pero ocurre que aquí, en plena esquina norte de la Península Ibérica, donde el termómetro no suele maltratarnos en ninguna de las estaciones, en verano nos lanzamos a la calle ataviados de manera vergonzosa.
Cada día te cruzas con chanclas pisando las aceras y no vienen de ninguna playa o piscina. Y lo peor es que sobre ellas descansan pies desnudos que no saben lo que significa la palabra pedicura y regalan a la vista sus durezas, sequedades y uñas amarillentas.
Normalmente, éstas van acompañadas de bermudas o pantalones tan cortos que no dejan lugar a la imaginación. Hay mujeres que se solidarizan con los recortes en sanidad de tal forma que ahorran a los ginecólogos las exploraciones dejando todo a la vista.
Pero si continuamos ascendiendo por el cuerpo, nos encontramos con los tops que dejan ver el ombligo, alguien está tardando en argumentarme qué necesidad hay de semejante cosa, y las camisetas masculinas de tiras con un buen escote. Aunque algunos odiemos la depilación masculina, eso no significa que nos apetezca ver el vello corporal de todos los hombres. Y menos en público. Somos los mismos que tampoco concebimos que nadie se pasee por la calle sin camiseta.
Es evidente que toda esta dejadez estética encaja perfectamente en una sociedad en la que la educación es un bien escaso y en la que cada vez se tiene menos consideración por los demás. Salir de casa aseado y vestido de una manera sensata, independientemente de estilos o gustos, es una forma de convivencia.
Así que, un año más, me reafirmo en que las dos únicas cosas buenas que encuentro en el estío son los nardos y los higos. El calor todo lo pudre, incluido nuestro criterio estético.