En una reciente reunión de amigos terminamos rememorando los motes más simpáticos que conocía cada uno. Entre los ejemplos de imaginación y ocurrencia hispana destacan los siguientes.
En una pequeña población gallega tenían un jefe de estación del tren que era tuerto; en el pueblo lo conocían con el apodo de “Ollo ó tren”.
En el mismo pueblo existía una pequeñísima zapatería que carecía de cuarto de baño, simplemente era un minúsculo local. Cada mañana llegaba el dueño con un bocadillo envuelto en un papel y una botella de agua, abría la puerta y se pasaba allí metido todo el día hasta última hora de la tarde, que era cuando cerraba. Pero cuando cerraba siempre llevaba una caja de zapatos bajo el brazo; en el pueblo le llamaban “Caga na caixa”.
En una población asturiana existía un director de orquesta ya entrado en años que había estado casado en dos ocasiones. Se casó por tercera vez con una mujer mucho más joven que él, y al cabo de muy pocos años se murió. A la mujer le pusieron por mote “La última pieza”.
En esa misma población asturiana, en la España de los años cincuenta, los habitantes de la localidad acostumbraban a pasear por la calle principal al caer la tarde. Entre ellos siempre iba un militar de caballería vestido con el uniforme, las botas de montar y las correspondientes espuelas. Y así paseaba una y otra vez calle arriba y calle abajo con porte marcial y mirada altiva. En el pueblo lo llamaban “Mi caballo ha muerto”.
Estos motes, como se ve, son de lo más ocurrentes, y seguro que cualquier lector entrado en años y que haya vivido en alguna pequeña población española recordará otros que serán, cuanto menos, igual de simpáticos. Porque en España no habrá otra cosa, pero lo que sobra es el sentido del humor y motes para todos.