“Estoy agotado, esto mueve muchísima gente”. El que habla no es un vendedor ambulante de litros de cerveza, con todos los respetos, sino uno de los propietarios de un restaurante de As Avenidas, en pleno centro de la ciudad, para resumir el fin de semana más multitudinario del verano vigués, el fin de semana del Marisquiño.
En los últimos días se han escuchado críticas, no muchas por suerte, hacia el escaso gasto que deja el festival de deporte urbano. Este hostelero vigués lo tiene claro. La diferencia entre el primer fin de semana de agosto y el segundo es abismal gracias a un acontecimiento que en tan solo quince años se ha convertido en el evento del verano.
Vigo es una ciudad única, diferente, contestataria, dinámica (aunque ya lo fuese más en décadas recientes) y muy pocas urbes del noroeste se parecen a la nuestra. No solo por lo más evidente, su orografía, sino también por su capacidad para marcar tendencias. Quizá sea porque este puerto y esta Ría llevan miles de años recibiendo a gentes de todos los puntos del Planeta. Desde los vikingos, los romanos, la carabela La Pinta, las tropas de Drake y la gran flota del Zar de Rusia hasta las actuales invasiones de turistas ingleses y norteamericanos a bordo de cruceros que nuestros abuelos nunca hubiesen imaginado.
Esos mismos muelles, un poco más grandes cierto, reciben ahora a miles de jóvenes con los peinados más extravagantes, gorras de medio lado y camisetas (también pantalones) hasta las rodillas. Los cuarentones nos quedamos boquiabiertos, los treintañeros se acoplan a marchas forzadas y los de menos de veinte están en su salsa. Es lo que viene, nos guste o no, y los vigueses tenemos la suerte de ver el nuevo mundo pasar ante nuestros ojos, al igual que nuestros padres acudían al puerto atraídos por los inventos que Potter llevaba a bordo de su barco para buscar los tesoros de Rande.
Es una nueva forma de pensar y de vivir. La media de edad de los asistentes, según datos de la propia organización, tiene 19 años y no es que no lean periódicos -por desgracia para los periodistas-, sino que ya ni los utilizan para limpiar la grada en la que se sientan. Con sus móviles miden los saltos de los ciclistas («riders» para ellos), siguen a los «skaters» en directo vía «streaming» o eligen «online» a los cantantes que actuarán en la próxima edición.
Sus camisetas no son de futbolistas, sí de algún jugador de la NBA, y se mueven sobre sus patinetes como si quisieran demostrar que a nuestra especie ya le sobran varios dedos de los pies. Podemos renegar, cerrar los ojos, poner en duda que vivirán mejor o serán más felices. De nada valdrá, ellos marcan el futuro y nos lo muestran durante tres días, sin anestesia, de sopetón. Es O Marisquiño.