El funcionamiento del invento es bien sencillo. Se coloca una tostada untada de mantequilla en el lomo del gato, de tal modo que la mantequilla quede en la parte exterior (obsérvese la imagen). Si tiráramos el gato al aire, el conjunto de las dos leyes impediría que ambos, gato y tostada, tocaran el suelo, pues en virtud de las mencionadas leyes terminaría girando indefinidamente sin caerse. Aprovechando este fenómeno, si se ata el gato con la tostada sujeta a su espalda en el eje de un generador eléctrico, el incesante movimiento del sistema dará como resultado una fuente de energía inagotable. El sistema es sencillo y prodigioso, pero a todas luces utópico, pues contradice las leyes fundamentales de la ciencia, además de la lógica. Pero soñar no cuesta nada, y menos en estos tiempo de crisis.
Lo cierto es que esto de los gatos siempre ha dado -y sigue dando- mucho de sí. Cuando mi amigo Antonio F. R. me habló del asunto en cuestión, enseguida me vino a la memoria lo acontecido en una familia de muchos hermanos cuya identificación debo omitir por motivos obvios. A de mediados del siglo XX eran unos chavales, y cuando los padres marchaban a trabajar quedaban ellos solos en el piso, ubicado en una céntrica calle de la ciudad de Vigo. Jugaban como todos los chavales de su edad de aquella época, normalmente a indios y vaqueros o a polis y cacos. Hasta ahí, todo normal. Pero el caso es que en cierta ocasión en la que el juego iba de indios y vaqueros, para darle mayor realismo decidieron encender una hoguera en medio del pasillo. Esta era una de tantas trastadas. Y cada vez que hacían una, la madre encerraba con llave al culpable –el instigador, se supone, porque culpables eran todos– en una habitación mientras ella y su marido se iban a trabajar. Hasta que volvían del trabajo. Pero los chavales, siempre ingeniosos, decidieron abrir un butrón en la pared, justo detrás de dos muebles, uno por cada lado, para que el castigado de turno pudiera escapar y unirse al grupo. Luego, antes del regreso de los padres, atravesaba el agujero y los otros lo volvían a tapar con el mueble mientras él lo tapaba por el otro lado. Y me vino todo esto a la memoria porque aquellos chavales –hoy señores respetables que niegan todo esto de modo tajante, atribuyéndolo a las leyendas de su barrio– también hicieron un experimento con un gato. Diseñaron un paracaídas y utilizaron un gato para probarlo, tirándolo por el balcón, que quedaba a gran altura. El gato llegó al suelo con mayor velocidad de la esperada y se estrelló contra la acera, con gran escándalo de los vecinos y gran cabreo de los padres, porque el paracaídas seguramente tenía un fallo de diseño, porque la tela empleada no era la adecuada, o porque el gato, lejos de lo que se afirma popularmente, no siempre tiene siete vidas ni siempre cae de pie. Por lo tanto, no tengo yo muy claro que el invento del generador «TostaGato» pueda funcionar, pero estoy seguro que aún habrá algún iluso que intente ponerlo en marcha, en ese caso le agradeceríamos que nos tenga al tanto de los resultados experimentales.