La derrota en Tenerife supuso la destitución de Pepe Murcia. Las malas lenguas dicen que el cordobés se la ganó a pulso y que incluso la buscó. La disparatada alineación que dispuso en el Heliodoro Rodríguez López ofrece motivos para pensar así. Hacer debutar a un futbolista del filial en una posición en la que no estaba acostumbrado a jugar fue solo una de sus extravagancias. Tras la marcha de Murcia, llegó Eusebio. Y aunque esa misma temporada el Celta tuvo que sufrir de lo lindo para mantenerse en Segunda, con el vallisoletano empezó la ascensión.
Y ustedes se preguntarán por qué les recuerdo ahora esos tiempos oscuros. Muy sencillo. Porque cuando uno está en la cumbre, o incluso cuando se encuentra cinco, seis o siete cornisas por debajo de ella, debe acordarse de lo duro que fue el camino que le ha llevado hasta allí.
El celtismo se ha debatido en los últimos días entre la euforia y el pesimismo. La alegría por eliminar al inabordable Atlético de Madrid de la Copa del Rey ha sido sustituida por una agria desesperación por la trayectoria liguera del equipo en el último mes. No digo que esta última sensación se haya instalado de manera generalizada porque no es cierto, pero sí son ahora más las voces dispuestas a criticar al primer traspiés.
Es cierto que el Celta jugó mal en Las Palmas y que ni siquiera la sospechosa actuación del árbitro debe servir como excusa para explicar el pobre desempeño de los de Berizzo en Canarias. Pero como dirían los clásicos -Laporta, sin duda, lo es-, «al loro, que no estamos tan mal».
El Celta se encuentra ahora mismo peleando en dos frentes ante rivales que están acostumbrados a gastarse en el fichaje de un solo jugador el presupuesto que manejan en Praza de España para mantener a toda su plantilla. Y cuando, como está pasando estas semanas, la atención se centra en uno de esos frentes hay que hacer malabarismos para que el otro no quede desguarnecido. Y los juegos malabares siempre entrañan riesgos.
Nos estamos acostumbrando a ver al Celta entre los grandes del fútbol español y, lo peor de todo, es que corremos serio peligro de creernos que es uno de ellos. Como se lo creyó hace más de 15 años Horacio Gómez, que movido por esta convicción dio rienda suelta a una política de huida hacia adelante que llevó al club al filo del precipicio.
Decía Mark Twain con socarronería impía que «la fe es creer algo que se sabe que no es cierto». Es un hecho incuestionable, matemático, que el Celta no está a la altura del Valencia ni del Sevilla ni siquiera del Villarreal. Podemos creer que sí, que somos ricos, pero sería un simple ejercio de fe. Y es que no es lo mismo ser rico que ser menos pobre que hace unos años.
Al Celta le está yendo bien siendo ese muchacho de los barrios bajos que se ha colado en la fiesta de la élite e intenta ligar con la hija de la anfitriona, algo así como el entrañable Pijoaparte de «Últimas tardes con Teresa», la novela de Juan Marsé. Dejémosle que siga trepando por el muro del jardín y no le exijamos que entre por la puerta principal con invitación, aunque esto suponga que algunas noches tenga que oír la música y las risas desde la acera.
No entendamos mal la ambición. Que los libros de autoayuda, el ‘coaching’ y demás milongas modernas no nos nublen la sesera. Por mucho que Berizzo y sus jugadores deseen ser los mejores del mundo, no lo conseguirán (ni siquiera si lo desean mucho cerrando los ojos y cruzando los dedos, ni siquiera así). Por mucho que trabajen e intenten mejorar, seguirá habiendo más partidos como el de Las Palmas. Es una cuestión de presupuesto, de millones. Uno debe ser consciente de sus limitaciones sin convertirse en esclavo de ellas y disfrutar, disfrutar todo lo posible, de lo que es capaz de hacer. Ya lo decían los Rolling Stones: «No siempre puedes conseguir lo que quieres, pero si lo intentas alguna vez, podrás encontrar lo que necesitas».