Ocurren casos, soprendentes por poco habituales, en los que el pobre deja de serlo. Se convierte en rico. O en casi rico. O llega al escalón que está justo debajo del de los casi ricos. Esto es lo que le ha pasado al Celta. Su deuda, que incluso amenazó con alcanzar las nueve cifras, ha desaparecido y se ha convertido en un superávit de 15 millones de euros. El equipo va como un tiro y es cuestión de horas que regrese a Europa. Ya no somos pobres -o al menos ya no los más pobres-, pero, por favor, no dejemos de ser humildes. Porque nos va a hacer falta.
Si somos felices eternamente nunca seremos felices. ¿Cómo vamos a ser felices si no sabemos lo que es la infelicidad? En Balaídos, afortunadamente (sí, afortunadamente), se sabe mucho de infelicidad, de rabia, de impotencia y de decepción. Pero en algún momento en el pasado se perdió la perspectiva y lo extraordinario pasó a percibirse como habitual. Ahora el fútbol enfrenta al celtismo a una nueva prueba. ¿Cometeremos el mismo error?
Ojo, no debemos confundir la humildad con la resignación o el conformismo. Ser humilde no es ser pobre de espíritu, consiste en «el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades y en obrar de acuerdo a ese conocimiento», como aclara el diccionario de la Real Academia Española. Y el Celta sigue teniendo muchas limitaciones y muchas debilidades. Una de las claves de su éxito, precisamente, es haberlas conocido en profundidad para tratar de minimizarlas.
En los últimos meses he visto con cierto estupor cómo algunos aficionados mostraban su decepción por el hecho de que el Celta no esté ahora mismo en puestos de Liga de Campones. «Oportunidad histórica desperdiciada», incluso he llegado a leer. «Si no hubiésemos tirado ese partido, aquel y aquel otro estaríamos ahora por encima del Villarreal», es otra de estas opiniones. Cuando las escucho me es inevitable pensar en aquella respuesta de Nolito en una entrevista en Faro de Vigo de hace unos meses: «Ya, y si mi abuela tuviera huevos, sería mi abuelo».
Estas opiniones son, por ahora, minoritarias, pero me genera un profundo temor la posibilidad de que se generalicen, que la afición del Celta vuelva a ser aquella que pitaba al equipo cuando estaba en puestos europeos. Los cinco años en Segunda, el partido ante el Alavés, el penalti fallado por Michu en Granada o la salvación del 4% tienen que haber servido para algo. Humildad, humildad y humildad.
Lo que está haciendo el Celta de Eduardo Berizzo es algo extraordinario, una anomalía en el fútbol español. Conjuga buen juego, efectividad y, sí, la palabra clave: humildad. Estoy seguro de que ninguno de los miembros del vestuario celeste se cree que su equipo es mejor que el Sevilla o el Valencia, a pesar de estar por encima de ellos en la clasificación. Solo saben que han hecho mejor su trabajo, que a base de esfuerzo han conseguido tapar sus carencias y potenciar sus virtudes.
El equipo y la afición han ido de la mano en los últimos años. Y así debe seguir ocurriendo porque seguro que vendrán tiempos difíciles. Volveremos a ser infelices. Pero también felices. Padeceremos y disfrutaremos como solo lo pueden hacer los equipos humildes. Es el privilegio de los pobres. ¿O acaso han visto a un millonario sonreír de felicidad después de que le haya tocado la pedrea en la Lotería de Navidad?