En la intervención específica que proyectan para el Anexo del museo Marco, las arquitectas Pascuala Campos y Ana Gallego plantean un espacio fenomenológico para sentir e imaginar la vulnerabilidad de los lugares que habitamos, para pensar cómo los experimentamos, legitimamos y compartimos. Una intención que en el museo opera desde las coincidencias con las artes visuales, activando un nuevo estadio de existencia, paralelo entre el espacio real y el espacio figurado.
Pascuala Campos de Michelena (Jaén, 1942) y Ana Gallego Palacios (Cáceres, 1977) piensan, proyectan y habitan espacios. En sus respectivas trayectorias han dedicado investigaciones y acciones a descifrar la naturaleza de las experiencias y las emociones que acontecen en los lugares, a clarificar también sus significados mediante las herramientas de las que dispone la arquitectura, cómplices con la filosofía y con el arte.
La exposición del Marco, inaugurada este viernes con una charla coloquio con las arquitectas y la comisaria de la exposición, Chus Martínez, está organizada para crear un lugar de tránsito y de encuentro, alrededor de un volumen central, por el que deambular y dejarse llevar en los detalles y la atmósfera generada.
Cruzamos el umbral de la sala para pisar un suelo de arena e irremediablemente revivimos la experiencia de una playa, pero hoy, más que nunca, terreno de exilios, de huidas, de dramas vitales y muerte. En el centro una construcción de lonas de burel acoge dos pequeñas sillas enfrentadas, expectantes para el diálogo. Sobre éstas cuelgan pequeñas pinzas de madera; objetos cotidianos, sencillos, pero también cargados de una férrea simbología que habla de patrones, de labores domésticas, de mujer. Dispositivos casi mágicos que actúan como una suerte de prolongación de manos, de sujeción. El conjunto acompaña la imagen próxima de una conversación que no ha ocurrido y que debiera haber existido, para desde ese lugar doloroso y totalmente sujectivo, dar el salto a una experiencia colectiva; ligando el tiempo íntimo a realidades externas llevadas por una necesidad urgente de reflexionar sobre las relaciones y los modos de comunicación desde y frente a nuestra realidad cultural, social y política.
Las autoras articulan un espacio orgánico, permeable y temporal, fluido y cambiante según la percepción de cada visitante. Un paisaje proyectado para activar un nuevo ritmo, emocional y subjetivo, mediante el manejo esencial de los objetos, materiales y luz. Una experiencia también física, corporal, donde se ofrece un lugar fronterizo, como también lo son las palabras, donde reivindicar y comprometerse con la identidad, la memoria y la política, con el territorio y el género. Traspasar el umbral para intuirse fuera o dentro, constatar la pertenencia o el desarraigo desde la reflexión sobre los exilios personales, en una actualidad especialmente sensible, problemática, cara a los exilios colectivos.
La interacción entre el lenguaje arquitectónico y las artes visuales sucede en este proyecto con el deseo de mostrar los dinamismos básicos de la propia subjetividad en su intento de generar el sentido y, en definitiva, de constituir el mundo que nos rodea, con una actitud crítica sobre nuestro ser en el espacio. Colaborar en la movilidad de los márgenes de la invención y de la creación. Un resultado realmente sugerente que nace de la fusión del trabajo de dos arquitectas cuyas poéticas diferenciadas conectan en la ética del trabajo y en el sentido intuitivo del espacio. De este modo, la sala motiva la creación de un discurso que, sin voz, arma un debate: asumir un sitio donde estar, un lugar donde poder llegar a ser.
ascuala Campos de Michelena | Ana Gallego Palacios
La conversación
Las arquitectas Pascuala Campos de Michelena (Jaén, 1942) y Ana Gallego Palacios (Cáceres, 1977) piensan, proyectan y habitan espacios. En sus respectivas trayectorias han dedicado investigaciones y acciones a descifrar la naturaleza de las experiencias y las emociones que acontecen en los lugares, a clarificar también sus significados mediante las herramientas de las que dispone la arquitectura, cómplices con la filosofía y con el arte. En la intervención específica que proyectan para el Anexo, plantean un espacio fenomenológico para sentir e imaginar la vulnerabilidad de los lugares que habitamos, para pensar cómo los experimentamos, legitimamos y compartimos. Una intención que en el museo opera desde las coincidencias con las artes visuales, activando un nuevo estadio de existencia, paralelo entre el espacio real y el espacio figurado.
La exposición está organizada para crear un lugar de tránsito y de encuentro, alrededor de un volumen central, por el que deambular y dejarse llevar en los detalles y la atmósfera generada. Cruzamos el umbral de la sala para pisar un suelo de arena e irremediablemente revivimos la experiencia de una playa, pero hoy, más que nunca, terreno de exilios, de huidas, de dramas vitales y muerte. En el centro una construcción de lonas de burel acoge dos pequeñas sillas enfrentadas, expectantes para el diálogo. Sobre éstas cuelgan pequeñas pinzas de madera; objetos cotidianos, sencillos, pero también cargados de una férrea simbología que habla de patrones, de labores domésticas, de mujer. Dispositivos casi mágicos que actúan como una suerte de prolongación de manos, de sujeción. El conjunto acompaña la imagen próxima de una conversación que no ha ocurrido y que debiera haber existido, para desde ese lugar doloroso y totalmente sujectivo, dar el salto a una experiencia colectiva; ligando el tiempo íntimo a realidades externas llevadas por una necesidad urgente de reflexionar sobre las relaciones y los modos de comunicación desde y frente a nuestra realidad cultural, social y política.
Las autoras articulan un espacio orgánico, permeable y temporal, fluido y cambiante según la percepción de cada visitante. Un paisaje proyectado para activar un nuevo ritmo, emocional y subjetivo, mediante el manejo esencial de los objetos, materiales y luz. Una experiencia también física, corporal, donde se ofrece un lugar fronterizo, como también lo son las palabras, donde reivindicar y comprometerse con la identidad, la memoria y la política, con el territorio y el género. Traspasar el umbral para intuirse fuera o dentro, constatar la pertenencia o el desarraigo desde la reflexión sobre los exilios personales, en una actualidad especialmente sensible, problemática, cara a los exilios colectivos.
La interacción entre el lenguaje arquitectónico y las artes visuales sucede en este proyecto con el deseo de mostrar los dinamismos básicos de la propia subjetividad en su intento de generar el sentido y, en definitiva, de constituir el mundo que nos rodea, con una actitud crítica sobre nuestro ser en el espacio. Colaborar en la movilidad de los márgenes de la invención y de la creación. Un resultado realmente sugerente que nace de la fusión del trabajo de dos arquitectas cuyas poéticas diferenciadas conectan en la ética del trabajo y en el sentido intuitivo del espacio. De este modo, la sala motiva la creación de un discurso que, sin voz, arma un debate: asumir un sitio donde estar, un lugar donde poder llegar a ser.
Chus Martínez Domínguez