Conscientes de que la alta costura necesita de las mejores manos artesanas, los directivos de la marca seleccionaron a los más brillantes estudiantes de las escuelas italianas de diseño de moda para formarlos en su taller. Aquí, sus maestras son las mujeres que han dedicado sus vidas a cortar, coser y bordar manualmente las prendas con las que se maravilla el público durante los minutos que dura cada desfile.
Unos meses antes, en una pequeña sala del Museo del Prado disfruté una de las exposiciones que más me ha gustado y con la que más he aprendido. Bajo el título «Arte transparente. La talla del cristal en el Renacimiento milanés», la pinacoteca exhibía el Tesoro del Delfín, entre otras piezas suntuarias, y difundía el proceso de trabajo que conllevaba realizar obras a las que solo podía acceder la nobleza y realeza europea y cuya valoración económica superaba a la de cuadros de los más importantes pintores del momento.
La especialización que practicaban estos artesanos era tal que las técnicas se guardaban en secreto y para ellas se empleaban avances instrumentales desarrollados por Leonardo da Vinci. Unos operarios se encargaban de desbastar el cuarzo para dar forma a las piezas, otros lo vaciaban y eliminaban imperfecciones del material, mientras que los intagliatori se ocupaban de la decoración mediante incisiones y excavados hasta representar escenas mitológicas y religiosas de compleja iconografía. Para el final se dejaba la aplicación de guarniciones realizadas por orfebres en piedras preciosas, esmaltes en oro y plata o camafeos.
Sobre estas líneas, Vaso de la Montería, expuesto en el Museo del Prado.
Todo este proceso era lento y sumamente cuidadoso debido a la fragilidad del material con el que se trabajaba. Cuenta la comisaria de la muestra, la conservadora Letizia Arbeteta Mira, que Francesco Tortorino, uno de los artífices más reconocidos, empleó once años en tallar el espejo que sostuvo la Columna triunfal, en la que se glorifica a la monarquía española, representada por las figuras de Carlos I y Felipe II.
Si volvemos a la capital italiana, afirma convencida una de las costureras que trabaja para Valentino que el requisito principal de su oficio es la paciencia y que hacía más de diez años que no tenían aprendices jóvenes. Sin embargo, desde la dirección quieren retomar esa idea de taller renacentista en la que los aprendices trabajaban codo a codo con el maestro hasta aprender un oficio, formación que lleva muchos años de esfuerzo, sacrificio y anonimato.
Es posible que sea precisamente esta última característica la menos valorada en nuestra sociedad. Andy Warhol vaticinó los quince minutos de fama que hoy día se cumplen gracias a la sobreexposición a la que nos sometemos voluntariamente. El problema es que muchos consideran que tienen derecho a quedarse en ella sin haber hecho méritos para alcanzarla.
Recuerdo cuando vi en un documental a Madonna molesta porque debía esperar a que la comitiva de la reina Isabel abandonara las calles antes de que la suya emprendiera el camino al recinto donde iba a ofrecer un concierto. La artista afirmó: “No hay sitio en Londres para dos reinas”.
Al final la frustración de muchos proviene de creer merecer ser Madonna, pero sin sudar, sin que les duelan las articulaciones tras ensayar coreografías y sin desarrollar una personalidad propia.
Devotos de la santa inmediatez, la dedicación minuciosa y escrupulosa no se valora. Quienes veneran la primera y desprecian la segunda son los mismos que no observan que la firma Valentino, los talleres milaneses renacentistas o Madonna se rodean de los mejores.
De personas que no aspiran a ser oleosas en superficie acuosa. De especialistas pacientes que huyen de lo efímero.