El burka no es propio de una condición económica, sino que forma parte de la rígida cultura de los países árabes. Esa cultura, con todas sus variantes —vestimenta, comidas, horarios…—, se ha introducido en occidente y ha puesto nuestra tolerancia contra las cuerdas. Las mujeres que usan burka se ven obligadas a esconderse tras esa vestimenta que las homogeiniza y oculta ante la mirada de los extraños. En las tiendas más exclusivas de Londres, por ejemplo, pueden verse mujeres con burka comprando prendas y complementos de precios desorbitados que luego quedarán tapados bajo esa prenda y que sólo servirán para lucirlos en el interior de sus casas. Sus maridos, por el contrario, visten como les viene en gana —obsérvese la fotografía—, y actúan con una libertad que ellas no disfrutan. Muchas de estas personas han llegado para instalarse definitivamente y algunas incluso han nacido en occidente —son ciudadanos occidentales—, sin embargo, ellos no se integran en nuestro sistema y tratan que nosotros, que los hemos acogido, nos dobleguemos a sus costumbres, a sus imposiciones. ¿Dónde queda la libertad de la mujer? ¿La del ser humano? ¿Por qué hemos de cambiar nosotros nuestras costumbres para respetarlos a ellos, según dicen? ¿Por qué no respetan ellos nuestras normas, que somos los que les hemos abierto las puertas y los hemos acogido? Las respuestas no son tan sencillas como parecen; chocan con nuestros sentimientos democráticos. Algunas personas incluso mantienen la teoría de que el propio Islam y esas costumbres nos terminarán absorbiendo en Occidente, ya sea de modo voluntario o por imposición —¿violenta?— de quienes ahora ya lo practican entre nosotros.