Imagínese usted que, de repente, en su ciudad se viene abajo un edificio. Nadie sabe exactamente cómo ha sido ni por qué ha sido, pero lo cierto es que se ha venido abajo. Así, de pronto, sin más. “Sería viejo”, supone uno. “Tendría aluminosis”, aventura otro. Bueno, tampoco es para tanto… El caso es que, al día siguiente, en otro punto de la ciudad cae otro edificio. Vaya, pues ya es casualidad… “Y mira, todavía menos mal que no había gente dentro”. Ya… Pero ocurre que llega el día siguiente, y esta vez son tres los edificios que se caen. Sí, tres, y en distintos puntos de la ciudad pero, curiosamente, a la misma hora. Los vecinos, desconcertados, se reúnen alrededor de los cascotes, y observan, sin saber muy bien qué decir, el desierto en que ahora han quedado convertidos los solares en los que antes se levantaban los edificios. “Y estarían mal construidos”, dice un viejo; “Y será cosa de tal promotor, que es un mangante”, sugiere otro; “Os digo que esto es por la aluminosis”, insiste el de antes. Pero lo cierto es que, en el fondo, nadie sabe qué decir. Todo son hipótesis de barra y mucho jaleo. Hasta que, de repente, alguien cae en la cuenta. “Hostia, y los del ayuntamiento… ¿no dicen nada?”. Imagine usted, le decía, que eso sucede en su ciudad. Difícil de creer, ¿verdad? ¿Cómo demonios iba a ser posible una cosa así? Grandes edificios que desaparecen de la noche a la mañana sin que nadie sepa por qué, ni haya ninguna autoridad para tomar medidas o, por lo menos, dar explicaciones…
Pues sin embargo, y por muy difícil de creer que parezca, eso, exactamente eso, es lo que está pasando con el fuego en Galicia. Arden nuestros montes, todos, un día tras otro. Uno, otro, todos, todos están ardiendo. O, mejor dicho, alguien los está quemando. Porque de todos es sabido que prácticamente el cien por cien de los fuegos son incendios provocados. Así pues, esto es lo que hay: alguien está quemando el país, y, por una vez, no es Rajoy. Es alguien, un fulano, un montón de ellos. Es algún hombre, alguna mujer, alguna panda de miserables a quien con toda seguridad alguien conoce, porque son sus vecinos, es su cuñada, es el panadero del barrio, es el cura de la parroquia… Alguien, sean quienes sean esos “alguien”, está quemando los montes, y lo están haciendo con fe y hierro a fondo, como si no hubiera ni un Dios ni un mañana. Y, por extraño que parezca, ni nadie sabe por qué, ni aquí viene nadie del gobierno a explicárnoslo.
Y lo alucinante, lo que convierte esta situación ya en algo que roza lo paranormal, es que nosotros ni tan siquiera lo pedimos. Porque en el fondo ya tenemos asumido que aquí las cosas son así. Porque es de esperar que esto suceda. Porque nos tomamos lo de los fuegos como un misterio más, ríase usted de los pastorcitos de Fátima. Porque Galicia es un Sitio Distinto. ¡Porque esto es Esparta! Porque, en el fondo, aquí somos así. Positivamente.
Pero a mí me sigue resultando increíble que a estas alturas tengamos que seguir asistiendo a la contemplación de una tragedia como esta. No me entra en la cabeza. ¿Cómo puede ser que de un día para otro se esfume en el aire una parte inmensa de nuestro patrimonio, y nadie comparezca? Y oiga, que ya no a digo tomar medidas, qué va, sino tan solo a dar por lo menos alguna explicación… Tal como mi perplejidad y yo lo vemos, si no lo hace el presidente de la Xunta, a este paso tendrán que acabar haciéndolo los agentes Mulder y Scully, porque lo que cada año ocurre en Galicia da para una temporada completa de Expediente X… ¿Cómo puede ser que no exista un inmenso, intenso, y omnipresente debate público a todos los niveles sobre esta cuestión? ¡Señora, que es su casa lo que se está quemando!
Cuando yo tocaba en Lamatumbá, en el año 2006 el grupo comenzó a tener su ritmo de trabajo más alto en Galicia, de manera que nos pasamos aquel verano recorriendo el país entero sin parar. Viajamos muchísimo. Por arriba, por abajo, por la costa y tierra adentro. Aquel año lo vimos todo… Nuestra furgoneta atravesó desiertos negros recién calcinados; hubo noches en que desde el escenario veíamos desolados las luces gigantes del monte ardiendo frente a nosotros; y hubo incluso no pocas fechas que tuvieron que ser canceladas en el mismo día, porque el fuego era tan intenso y cercano que incluso ponía en peligro la seguridad de la plaza del pueblo… Cuento esto porque hoy han pasado diez años ya desde aquel verano atroz y, extrañamente, la situación sigue siendo igual, o incluso peor. No doy crédito… A lo largo de este tiempo he escuchado todo tipo de explicaciones, y las he escuchado en foros de todo tipo, como barras de bar, paradas de autobús, salas de espera… En todos, menos en los que deberían haberse dado. Y he escuchado con asombro el más completo catálogo de teorías: que si son los de la celulosa, que si son los constructores, que si son los eucaliptos, que si son los brigadistas… O, incluso, algo mucho más terrible y triste: qué son los propios vecinos. “Porque é así, o monte ten que arder, rapaz!”. No lo sé, yo no quiero entrar en estas discusiones de barra de bar. No quiero hacerlo, no, porque antes de que lo haga yo, sin el criterio ni los argumentos necesarios, considero que deberían hacerlo las autoridades pertinentes, que también están para eso. Es su deber.
Así pues, señor Feijoo, comparezca usted de una puta vez. O, de no hacerlo, ponga de consejero a Spiderman, porque por lo menos él sí tiene claro aquello de que “un gran poder conlleva una gran responsabilidad”. Pero haga algo, hostia, haga algo, y hágalo ya. Porque si no, al final, será como en la coplilla aquella, que “entre todos la mataron, y ella sola se murió”.