Por aquel entonces Agatha Christie ya era famosa, después de la exitosa publicación en 1920 de «El misterioso caso de Styles», su primera novela, en la que también debutó un detective privado algo peculiar: belga, vanidoso, pequeño de estatura, con la cabeza en forma de huevo y unos enormes bigotes de los que presumía especialmente. Su nombre aludía al impresionante nivel de su inteligencia, que no de su cuerpo: Hercule Poirot.
Policía retirado, actuaba como investigador en los más diversos rincones del globo, y lo hacía sobre todo por satisfacción personal, por su afán de ver satisfecha la justicia en los casos más irresolubles, en los crímenes que parecían verdaderamente perfectos. Y en tales situaciones, él sabía que era el mejor.
La propia autora reconoció con el tiempo la influencia que había tenido en ella el Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, igual que en Doyle había influido en gran medida el Auguste Dupin de Edgar Alan Poe. El modelo clásico de detective sesudo y bohemio llegó a su culmen en la figura de este hombre único. E, igual que pasó con Holmes, su creadora también acabó por odiarlo, pero convivió con él casi hasta su muerte: Poirot falleció en 1975, al término del libro «Telón», y ella sólo un año después, y a una edad parecida. Detrás quedaban más de treinta novelas y unos cincuenta relatos protagonizados por el detective, que la han convertido en la novelista con más ventas y más traducida de la historia —sólo William Shakespeare y la Biblia la superan—. Ahora llega al cine una de sus obras más conocidas, que despertó en su día el asombro del gran Raymond Chandler: «Asesinato en el Orient Express». Kenneth Branagh realiza su propia versión, dirigiendo la cinta e interpretando al pomposo detective, con guion de Michael Green, que ya ha firmado para una secuela. Parece que vuelve la época dorada de la investigación policial, y lo hace con una obra maestra.
En 1934, después de nueve aventuras de Poirot ya en el mercado, Christie quiso enfrentar a su creación con una de las situaciones más angustiosas, complejas y sorprendentes que se han visto nunca en la literatura: el belga queda atrapado junto a un asesino al que es incapaz de identificar, dentro de un tren detenido en mitad de las montañas de Yugoslavia por culpa de un desprendimiento de nieve, y sin saber cuándo van a ser rescatados —si es que alguien acude en su ayuda, claro—. A bordo hay un cadáver apuñalado con ensañamiento y un montón de pasajeros que juran ser inocentes, aunque no todos pueden serlo. Porque, si el tren está detenido, el asesino no ha podido entrar ni salir: por fuerza tiene que ser uno de ellos. Éste es el fascinante planteamiento de «Asesinato en el Orient Express», uno de los grandes clásicos de la literatura universal, y una de las mejores novelas policíacas de la historia.
Si Moisés hubiera vivido en 1934, sin duda en las Tablas de la Ley habría aparecido un undécimo mandamiento: «No desvelarás el final de “Asesinato en el Orient Express “». A día de hoy, sigue siendo un pecado mortal.
Porque esta historia es más que sólo una novela: es un reto que plantea Agatha Christie a su «hijo» y también al lector, un juego de pistas falsas y verdaderas entremezcladas, muchos personajes y pocos de fiar. Poirot acepta el reto que le plantea su gran amigo, monsieur Bouc, director de la Compagnie Internationale des Wagon–Lits, responsable del tren. Su deber será descubrir quién es el asesino entre todos los viajeros —unos de primera clase, otros de segunda y algunos trabajadores de la empresa—. La maraña de dudas lleva al lector a través de una apasionante investigación y obliga a un esfuerzo deductivo inaudito. Los capítulos se devoran a una velocidad increíble. Empezar esta novela significa verse atrapado, página tas página.
Pero aún hay más: Christie aprovecha la novela policial para realizar un retrato objetivo de su época. El Orient Express se convierte en símbolo de la decadente sociedad de entreguerras, con una aristocracia europea que ya no es rica y ha perdido la hegemonía frente a la nueva burguesía norteamericana; y una clase obrera que lucha por abandonar su estado de lacayo, jaleada por el auge del socialismo a nivel internacional. Ese tren es uno de los últimos lugares del mundo donde la frontera entre primera y segunda clase es inamovible. Las nacionalidades de los viajeros son el criterio firme por el que resultan juzgados al principio —antes de la intervención de Poirot—, frente a una sociedad estadounidense en la que todos se sienten más libres y cualquier persona puede empezar de cero, venga de donde venga. O eso al menos se percibía en 1934.
«Asesinato en el Orient Express» es una novela de lectura obligada. Su capacidad para enganchar y conmover al lector es tremenda. Pocos autores como Agatha Christie sabían jugar con los tópicos y las estructuras sociales para dar al mundo personajes únicos. Hercule Poirot era uno de esos personajes, igual que los sorprendentes viajeros del tren.
Hollywood recupera a una autora que definió todo su género y será siempre la referencia absoluta, porque en el fondo todo está en los clásicos.
Por favor, no le arruinéis el final a nadie: merece vivirlo con la inocencia de la primera vez.