En 1869, el escritor Jules Verne -quien ya había obtenido fama internacional con sus novelas acerca de prodigiosas expediciones, hazañas en lugares remotos y tecnología puntera- publicó ‘20.000 leguas de viaje submarino’, una de las obras por las que sería más conocido. En ella mostraba el diario de Pierre Aronnax, biólogo francés dedicado a investigar los rumores sobre avistamientos de un misterioso cetáceo. Aronnax, su criado Conseil y el arponero canadiense Ned Land descubrían, a lo largo del libro, que el monstruo que había atacado a numerosas embarcaciones era en realidad una prodigiosa máquina artificial: el submarino ‘Nautilus’, que ningún barco se veía capaz de combatir.
“La duda ya no era posible. El animal, el monstruo, el fenómeno natural que había intrigado al mundo científico de todo el orbe y excitado y extraviado la imaginación de los marinos de ambos hemisferios era, había que reconocerlo, un fenómeno aún más asombroso, un fenómeno creado por la mano del hombre”.
“Nos hallábamos, efectivamente, tendidos sobre la superficie de una especie de barco submarino cuya forma, hasta donde podía juzgar por lo que de ella veía, era la de un enorme pez de acero”.
Pero si fascinante era aquel navío que viajaba por los fondos marinos, aún más lo sería el hombre al mando: el capitán Nemo, un misterioso pirata, explorador y científico. Gran conocedor de la fauna y la flora marinas, de una amplia cultura clásica, investigador de tecnologías nunca soñadas y a la vez guerrero que combatía a los bajeles británicos, Nemo era el amo y señor del ‘Nautilus’, cuya tripulación le idolatraba. Los tres recién llegados -Aronnax, Conseil y Land- se sintieron asombrados por la personalidad magnética del capitán -cuyo nombre aludía a ‘La Odisea’- y sus extrañas actividades.
“—Señor profesor —replicó vivamente el comandante—, yo no soy lo que usted llama un hombre civilizado. He roto por completo con toda la sociedad, por razones que yo sólo tengo el derecho de apreciar. No obedezco a sus reglas, y le conjuro a usted que no las invoque nunca ante mí”.
Sin embargo, el verdadero espíritu de Nemo no era el del caudillo, sino el del explorador, y la única autoridad que todavía respetaba era la de la ciencia. Considerando a Aronnax como un igual, Nemo se regocijó enseñándole su universo, mostrando las infinitas maravillas que había conocido en el fondo del mar, y que superaban con mucho todo lo que sabía el francés. Las descripciones de vegetación y peces que aparecen en la novela son pormenorizadas, y así el viaje del ‘Nautilus’ con sus tres prisioneros-invitados recorrió medio mundo. Incluyendo Vigo, que Nemo valoraba especialmente:
“—Pues bien, señor Aronnax, estamos en la bahía de Vigo, y sólo de usted depende que pueda conocer sus secretos.
El capitán se levantó y me rogó que le siguiera. Le obedecí, ya recuperada mi sangre fría. El salón estaba oscuro, pero a través de los cristales transparentes refulgía el mar. Miré.
En un radio de media milla en torno al Nautilus las aguas estaban impregnadas de luz eléctrica. Se veía neta, claramente el fondo arenoso. Hombres de la tripulación equipados con escafandras se ocupaban de inspeccionar toneles medio podridos, cofres desventrados en medio de restos ennegrecidos. De las cajas y de los barriles se escapaban lingotes de oro y plata, cascadas de piastras y de joyas. El fondo estaba sembrado de esos tesoros. Cargados del precioso botín, los hombres regresaban al Nautilus, depositaban en él su carga y volvían a emprender aquella inagotable pesca de oro y de plata.
Comprendí entonces que nos hallábamos en el escenario de la batalla del 22 de octubre de 1702 y que aquél era el lugar en que se habían hundido los galeones fletados por el gobierno español. Allí era donde el capitán Nemo subvenía a sus necesidades y lastraba con aquellos millones al Nautilus. Para él, para él sólo había entregado América sus metales preciosos. Él era el heredero directo y único de aquellos tesoros arrancados a los incas y a los vencidos por Hernán Cortés.
—¿Podía usted imaginar, señor profesor, que el mar contuviera tantas riquezas? —preguntó, sonriente, el capitán Nemo”.
Así pues, ése era el secreto de la inmensa fortuna de Nemo, la que costeaba el poderoso submarino, las modernas escafandras y los fusiles eléctricos, pero también el apoyo que mostraba la tripulación a la independencia de Grecia y su oposición a la flota británica. Nemo era un corsario de las profundidades, héroe para unos y malvado para otros, tal y como ocurriera con sir Francis Drake o Sandokan. Y la inagotable fuente de estas riquezas residía en los pecios que visitaba en su submarino, cuyas bodegas, llenas de oro y plata, estaban a su disposición como presas fáciles. Y en especial el tesoro de Rande, la mítica fortuna que llegó de las Indias para yacer en el fondo de la ría de Vigo, tras la sangrienta batalla de Rande de 1702.
El pasado alimentaba el futuro, y el mito se mezclaba con la realidad, la historia con los sueños científicos de grandeza.
Era 1868 cuando estas cosas ocurrían, según el detallado diario del profesor Aronnax, y el ‘Nautilus’ ponía proa a la ría de Vigo para reabastecerse.
Esta semana se cumplen 150 años de tal circunstancia, y por eso el Concello de Vigo y la Sociedad Hispánica Jules Verne han organizado un evento muy especial llamado ‘De Verne a Vigo’, que incluye conferencias por parte de los mayores expertos del mundo, ofrendas florales al genio de Nantes y hasta un recorrido en un barco oceanográfico por aquellas profundidades que Nemo se jactaba de conocer al dedillo, y que Aronnax contemplaba con asombro.
En estas fechas el ‘Nautilus’ estaba ya muy cerca de aquí. No quedaba apenas nada.
Seguiremos informando.