El siglo XX se encontró con una España a la que le costaba arrancar. Las tasas de analfabetismo eran superiores a la media europea, y sobre todo en las mujeres. Las afortunadas que podían estudiar solían ocupar profesiones «típicamente femeninas», como maestras, matronas o secretarias. Emilia Pardo Bazán fue una de las pioneras en ese campo: intelectual revolucionaria, defensora del feminismo en una época en la que ni se sabía lo que era aquello. Recordemos que el voto femenino en España no llegó hasta 1931, y que para conseguirlo hubo que pasar por muchas trabas, encendidos debates y burlas. Es célebre en este sentido la intervención en las Cortes de la diputada Clara Campoamor, cuya valía política y visión de futuro decantaron la polémica. Como ella misma citaba de la obra de Alexander von Humboldt: «La única manera de madurarse para el ejercicio de la libertad y de hacerla accesible a todos es caminar dentro de ella».
Pero en la época de doña Emilia aún faltaba tiempo para aquello. Descendiente de una ilustre familia gallega con antepasados identificados hasta el siglo XIV, hija del conde pontificio de Pardo Bazán —título concedido por el papa Pío IX—, Emilia obtuvo una amplia educación y se convirtió en una gran lectora, además de entusiasta viajera. Desde muy temprana edad se dedicó a escribir ensayos, poesías y novelas, que publicó en diversas revistas, y a defender abiertamente los derechos de la mujer, sin importarle con quién tuviera que chocar. Se casó muy joven y tuvo tres hijos, que amó sin límites, pero el matrimonio no duraría mucho tiempo.
Por aquel entonces triunfaban en Francia las propuestas de Émile Zola, que defendía el naturalismo, esto es, el realismo extremo en la literatura —se cuenta que Zola se apostaba a la salida de las fábricas para copiar en una libreta cómo hablaban los obreros, lo que luego reproducía en obras crudas como «Germinal»—. En España, ese estilo cuajó en autores tan influyentes como Benito Pérez Galdós —que hacía lo mismo caminando por los barrios obreros de Madrid— y en Emilia Pardo Bazán —que defendió las posturas de Zola en el periódico La Época—. Pero claro, ella era una mujer en la España de comienzos del siglo XX, y el naturalismo era visto como una tendencia atea e indecente, mucho peor si hablaba de él una señora casada y con hijos. Y aún fue peor recibida cuando publicó, en 1883, «La tribuna», considerada la primera novela naturalista de la historia de la literatura española —dos años antes que «Germinal» y siete antes que «La bestia humana», pero tres después que «Nana», todas joyas indiscutibles de Zola—. La polémica rodeó a aquella escritora valiente y comprometida, que hablaba de obreros, fábricas y la formación de las mujeres. Los intelectuales de la época la criticaron de forma despiadada, como Clarín, Juan Valera o Pío Baroja; y su marido intentó presionarla para que dejara de escribir. En respuesta, Emilia siguió escribiendo y el matrimonio se rompió, lo que le dio aún más celebridad.
Desde 1881, inició una frecuente correspondencia con Galdós, de quien en principio era admiradora, después amiga y luego pareja, en una intensa relación de muchos años, que sufrió altibajos. Emilia amaba con pasión y sin complejos, con una fogosidad y una seguridad en sí misma que resultaba casi imposible en aquel tiempo. Fue amante también de Blasco Ibáñez y Lázaro Galdeano, y disfrutó de una existencia plena que adoraba. Escribió en una de sus cartas a Galdós: «Zola tiene miedo a la muerte. Si hubiera vivido una semana lo que yo… y lo que tú, no le tendría miedo alguno».
Contaba ella misma que una noche iba en un coche de caballos con don Benito por el Paseo de la Castellana y perdió una prenda íntima por el camino. «Me río con el episodio de aquella prenda íntima. ¿Qué habrá dicho el guarda de la Castellana al recogerla?».
Así era esta mujer única, poderosa e imposible de ignorar, que disfrutaba con la polémica que la rodeaba siempre. «La inevitable», la bautizó Clarín.
Pero donde más se implicaba era en su lucha en favor de los derechos de la mujer, tanto en la reivindicación de un acceso pleno a la educación —apoyó abiertamente a la Institución Libre de Enseñanza y criticó los valores de servilismo y obediencia que se inculcaba a las mujeres de su época—, como de acceso a puestos de representación —apoyó las candidaturas de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Concepción Arenal para la Real Academia Española e intentó ser admitida ella misma, pero todas fueron rechazadas—. No sería hasta 1979 que la veterana institución aceptó a Carmen Conde, y hoy en día el número de académicas no supera el 18 %. Y decía Dámaso Alonso, director de la RAE en el 79, que «No hay misoginia alguna por parte de la Academia como corporación». El tanto por ciento no cambia mucho en otras Academias europeas, cuya presencia femenina rara vez pasa del 25 %.
En esta semana de reivindicación de los derechos de la mujer, Emilia Pardo Bazán era una referencia inexcusable, y la compañía Teatro del Barrio ha traído a Vigo la impresionante obra «Emilia». En ella, personifica a la autora la actriz Pilar Gómez, veterana ya de grandes representaciones teatrales —en obras de Lope, Calderón, Valle Inclán o Lorca, entre muchas otras—, cine —«Blancanieves» o «Tarde para la ira»— y televisión —lo más reciente, la serie «El accidente»—. Gómez construye un impresionante monólogo teatral que nos devuelve la intensidad de la autora en todas sus facetas: escritora polifacética, intelectual, activista, maestra, madre y amante. Da valor a su obra enmarcada en su apasionante contexto vital y reafirma la gran influencia de Emilia en nuestra sociedad presente.
En una semana en la que todo un país ha reclamado la igualdad entre géneros, es un orgullo acordarnos de la descomunal tarea que llevó a cabo Emilia Pardo Bazán, y es un disfrute hacerlo de una manera tan brillante como la que se ve en «Emilia».