No hay nada como abrir un libro y trasladarse mágicamente a los mares de la Luna, al Argel de los corsarios berberiscos, a la represión de la posguerra o a la California sometida. No hay viaje comparable al de recorrer Grecia con Ulises, Madrid con Alatriste, la estepa rusa con Miguel Strogoff, África con Allan Quatermain o el corazón de los Estados Unidos con un dios nórdico en el asiento del copiloto. Si alguien que lea este artículo es capaz de hacer todo eso por sí mismo, le disculpo de la aventura de leer.
Pero es que además es un placer inmenso. Personalmente, nunca he entendido esa visión de la lectura como una obligación, impuesta por uno mismo o por los planes de estudio. Incluso el libro más antiguo o más inaccesible tiene un placer intrínseco que nos han legado los años —y a veces los siglos—. Su autor nos entregó lo mejor de lo que era capaz, y eso nos ha llegado gracias a la labor de editores, traductores e ilustradores. Disfrutemos el enorme privilegio de sostener en nuestras manos un ejemplar de «Frankenstein» o de «La Divina Comedia», porque durante mucho tiempo eso no era fácil. Somos unos absolutos privilegiados, y desde hoy esos tesoros han salido al asfalto.
Cuando era niño, mi padre siempre me llevaba a la Feria del Libro. Era una verdadera fiesta en mi casa y una obligación. Era un disfrute y una fiesta. Espero que hoy en día lo sea también para mucha otra gente, porque supone un esfuerzo enorme para libreros, editores y autores.
Hoy empieza la fiesta de las letras en Vigo, nuestra fiesta, la de todos.
Disfrutémosla. Nos la hemos ganado.