Cuando la aflicción llega para quedarse, las lágrimas, se pierdan en la lluvia o en la arena, afloran inexorables sin que podamos hacer nada por evitarlo. Y lloramos de verdad, sin poder contenerlo, como un torrente. Con los ojos ardientes me doy cuenta entonces que llorar de mentira no es fácil. Es de sobra conocido que los actores y actrices de telenovela y telefilme de sobremesa lloran seco, tuercen el gesto y ponen muecas pero sin lágrimas, a salvo de alguna solitaria o bien un par, que ya es un lujo para producciones tan modestas.
Solo las plañideras más cotizadas o los grandes monstruos de la interpretación y otros menores pero maestros del gimoteo, consiguen inundar la pantalla con un llanto poderoso. Como un Sean Penn inconsolable por la muerte de su hija en Mystic River o Demi Moore en Ghost, hipando incluso. Por desgracia yo, que no soy de lágrima fácil, las he sentido brotar últimamente incontenibles en unos duros e injustos días y he podido comprobar y recordar que las lágrimas de verdad llegan con mocos. Las demás o no son lágrimas o son de cocodrilo.