El comienzo de esta novela es tan mítico que podría situarse a la altura de aquél de «El capitán Alatriste», y ambos estarían entre los mejores de la historia de la literatura:
«Mi amo creía que peleaba por él, pero se equivocaba. Siempre peleé por mí. Debido a mi raza y a mi carácter, soy un luchador nato: en aquel tiempo pesaba cincuenta kilos de las patas a la cruz y poseía una boca con fuertes colmillos en la que habría cabido la cabeza de un niño. Nací mestizo, cruce de mastín español y fila brasileño. Cuando cachorro tuve uno de esos nombres tiernos y ridículos que se les ponen a los perrillos recién nacidos, pero desde aquello pasó demasiado tiempo. Lo he olvidado. Hace mucho que todos me llaman Negro».
Toda una declaración de principios de este perro que es el motor de la historia y el centro de todo su universo, con unos valores de caballero antiguo que comparte con muchas de las obras del autor. En Negro podemos encontrar retazos de Diego Alatriste, de Lorenzo Falcó, del camionero de «Cachito», de los marinos de «Cabo Trafalgar», de los soldados españoles de «Ojos azules» o de los reporteros de «Territorio comanche». En el fondo toda la obra de Pérez-Reverte es un elogio del valor por encima de las excusas, de la entrega al deber y del heroísmo honesto, sin cursilerías ni propaganda electoral. Negro es un soldado en tiempos de paz, una causa honorable en busca de un amo que sepa estar a la altura. Con un pasado turbulento como perro de peleas clandestinas, del cual pudo escapar de una forma casi milagrosa, ahora sobrevive protegiendo el almacén de su amo.
Su terrible historia le perseguirá en esta aventura, cuando se entere de la desaparición de dos buenos amigos: Teo —«un sabueso rodesiano serio y fuerte, muy de fiar»— y Boris el Guapo —«un lebrel ruso de ojos dorados»—, y eso le lleve a reencontrarse con un Negro al que llevaba tiempo queriendo olvidar. Una novela sobre el arrojo y la camaradería, y quizá también sobre lo que implica la libertad.
Pero si Negro es un personaje memorable, tanto o más lo son los deliciosos personajes que lo rodean: Margot la Porteña, que se encarga del Abrevadero donde se reúnen todos los perros del barrio; Agilulfo, el filósofo —sin duda el autor de las frases más lapidarias: «ládrate a ti mismo, era su lema favorito» o «Canis canis lupus»—; Dido, la atractiva setter irlandesa; Fido, el perro policía; Susa, la putilla del pasaje de la Rata; Tequila, una mafiosa mexicana cuya banda controla todo el tráfico de huesos y restos de carnicería; Helmut, el dóberman neonazi de la librería Über Alles; Mortimer, el teckel que ansía ser cazador pero lo llevaron de cachorro a la ciudad para aburguesarse entre humanos. Y así muchos más, cada uno más divertido, más tierno y más inolvidable que el anterior.
«Oí ladrar de ti, Negro», le dice Rufus, el consejero de Tequila, y la historia se vuelve cada vez más negra, con una mezcla de Philip Marlowe, Torpedo y el Parker de Richard Stark, pero más postmoderna y demoledora. Más postverdad, que se dice hoy en día.
No hay tanto en esta novela de Cipión y Berganza, los protagonistas de «El coloquio de los perros», de Cervantes —que es la referencia obvia—, como de Blacksad, de Flores el gitano, de Rick Deckard y de tantos otros héroes antisociales, suburbiales y mestizos, que son héroes precisamente por haber descubierto el horror y aun así encontrar lo mejor de sí mismos.
«El horror. El horror», como dice uno de los personajes en su momento más memorable, cita conradiana por antonomasia.
«Los perros duros no bailan» es el gran compendio de la obra revertiana, su referente y su manual. Es el refugio de sus valores eternos: el arrojo cuando todo está perdido, la honestidad cuando todos te traicionan. Si el día de mañana sólo pervive un libro de Pérez-Reverte, entre aquéllos que el Viajero del Tiempo se llevaba al futuro para enseñar a una humanidad que había regresado a la Edad de Piedra, en la novela de H. G. Wells, espero que sea éste, porque es el resumen de lo mejor que puede dar la literatura y lo peor que puede llegar a hacer la especie humana.
Porque hay humanos que no se merecen a los perros que tienen.
No me extraña que, en la última Feria del Libro de Madrid, la escritora Mariola Díaz-Cano le dijera al autor eso de «Don Arturo, déjese de tanto Falcó y deles más vida a estos perritos, que merecen la pena».