La verdad es que tiene su lógica, puesto que la carrerilla que se tomó para lanzar las fiestas el día 24 de noviembre, un mes antes de la Nochebuena, necesariamente pide una desaceleración suave que tenga su punto y final justo antes del mes de febrero, para no darnos la típica hostia por pasarnos de frenada.
El tiempo y la Navidad prorrogada están en manos del regidor vigués, que sopesa moldear el calendario a su antojo para mayor esplendor de Vigo. Una decisión arriesgada que yo creo que desde la intuición y contemporización política que le caracteriza, no adoptará, puesto que puede suponer acabar con la gallina de los huevos de oro. La Navigodad se desvirtuaría si durase ya más de dos meses al año y llegaría a ser más intragable que un bocadillo de polvorones, produciendo tal vez el efecto contrario al conseguido hasta ahora con las riadas de visitantes a la ciudad.
Por supuesto, no estaremos a salvo de la correspondiente escenificación simpática para parir la decisión, pero el alcalde no se arriesgará a amargarle la vida, durante más tiempo del estrictamente necesario, a los vigueses menos ilusionados con la magia –artificial- de la Navidad, obligándoles a vivir el día de la marmota una y otra vez. Al fin y al cabo, también son ciudadanos suyos. Además, retrasar la despedida no se entendería en Nueva York, ni Londres, ni Tokio que ya estarían lanzados hacia la primavera y Caballero querrá clausurar por todo lo alto -en su momento justo- lo que inauguró con tanta fortuna para regocijo del mundo.
Olvídate Proust, el tiempo lo encontró y lo controla Caballero; el que tú buscabas y también el meteorológico, todos lo sabemos.