Allí coincidían británicos, europeos continentales, americanos del norte y del sur, africanos, e incluso asiáticos y chinos. Los admiradores incondicionales de Paul McCartney abarcan los cuatro puntos cardinales y las pancartas que llevaban algunos de ellos daban buena cuenta de su procedencia. Incluso uno de los fans, ya de mediana edad, presumía con una pancarta que consiguió llamar la atención del cantante desde el escenario, de haber asistido a ciento veintiún conciertos del exbeatle.
Una hora antes del espectáculo, muchos de los asistentes iban llegando en las lineas del metro que viajan bajo el río Támesis, en autobuses o en taxis. Los establecimientos perimetrales del “O2-arena” ya estaban completamente llenos y el propio multiusos se iba llenando rápidamente. Los controles de seguridad ubicados a las puertas permitían un acceso muy cómodo y fluido, y las aglomeraciones sólo se producían en las tiendas de “merchandinsing”. El interior del recinto, cubierto por una gigantesca estructura en forma de cúpula atirantada que llama la atención en el exterior por su forma de carpa de circo de color blanco sujeta por enormes arbotante, y que puede observarse incluso desde la orilla contraria, llegó a completarse con más de veinte mil personas que pagaron un promedio superior a las doscientas libras esterlinas (considerando los precios de preventa, los venta y los de reventa, que llegaban, estos últimos, a superar las quinientas libras). Los altavoces del gran escenario, sonaban atronadores con canciones de los Beatles y de los Wings mientras enormes pantallas a ambos lados del escenario mostraban imágenes y videos del famoso grupo y del cantante. Poco antes del comienzo se observó un enorme revuelo en la grada del lado derecho del escenario. Se trataba de Stela McCartney, que acudía al concierto de su padre y era aclamada por los asistentes.
El concierto comenzó con puntualidad británica, a las ocho de la tarde. El público estaba realmente entregado y aguantó estoicamente una primera parte del concierto, que no defraudó, pero que tampoco alcanzó todas las expectativas, ni siquiera de los más incondicionales, pues se ceñía a las composiciones menos conocidas o menos populares del cantante. Esta parte de la actuación fue salvada por la enorme simpatía de Paul McCartney, que adornaba su actuación contando anécdotas. Sin embargo, otra cosa bien diferente fue la segunda mitad del concierto, que se inició sin ningún corte de descanso y que consistió en un variado repertorio de canciones de los Beatles y del cantante en su etapa en solitario. Paul McCartney utilizó su famoso bajo “Hofner” modelo violín, una guitarra acústica, un piano clásico, un piano eléctrico, una guitarra “Les Paul”, e incluso un ukelele que le había regalado George Harrison, a quien dedicó una emotiva versión de “Something”. Las luces resultaban impresionantes en combinación con rayos láser y con cañones de serpentinas y máquinas de humo que producían una textura y un ambiente mágico. La gente coreaba las canciones, gritaba y reventaba las manos al aplaudir como en las mejores épocas del grupo británico. Una de las canciones fue dedicada a la Navidad y Paul McCartney estuvo acompañado de un grupo de niñas y niños que hacían los coros. Y al llegar el final del concierto se produjo la apoteosis inesperada: apareció en el escenario, y sin que el propio Paul McCartney lo supiera, Ronnie Wood, de los Rolling Stones. Fue entonces cuando el público entró en una fase de delirio general, vitoreando y aplaudiendo sin cesar, y mucho más, todavía, cuando de repente también hizo su aparición su antiguo compañero de andanzas musicales Ringo Starr. Y el “O2-arena” se venía abajo cuando los tres juntos, en compañía de un grupo de músicos excepcionales, con unos guitarristas excelentes, un batería prodigioso, un teclista virtuoso, y un trío de viento que parecía sacado de los mejores grupos de jazz, interpretaron “Get Back” con Ronnie Wood a la guitarra, Ringo Starr a la batería “Ludwig”, y Paul McCartney en el bajo, como en los añorados tiempos de la revolución musical de los años sesenta.
Cuando Paul McCartney y los músicos de su grupo llevaban más de tres horas actuando sin ningún tipo de descanso, el espectáculo terminó y el público fue abandonando ordenadamente el recinto. Algunos de los asistentes iban con la indumentaria de “Sargent Peppers» y en las manos llevaban serpentinas que habían sido disparadas por los cañones de efectos especiales, como si fueran recuerdos de una actuación histórica que consiguió reunir, siquiera por unos momentos, a tres gigantes de la música de los años sesenta. En sus caras y en sus comentarios se percibía una enorme satisfacción por haber tenido el privilegio de asistir a un concierto histórico e irrepetible.