«La mayor parte de los animales se toman muy en serio el galanteo de sus parejas, y a lo largo de los siglos han ido creando formas fascinantes de atraer a la hembra de su elección. Han ido dotándose de una diversidad asombrosa de plumas, cuernos, púas y papadas, y de una increíble variedad de colores, dibujos y olores, todo ello para obtener pareja. No contentos con esto, a veces llevan un regalo a la hembra, o montan para ella una exposición de flores, o la intrigan con exhibiciones acrobáticas, una danza o una canción. Cuando los animales cortejan se dedican a ello en cuerpo y alma e incluso, si es necesario, están dispuestos a morir».
Gerald Durrell no tuvo una vida fácil, pero siempre peleó por su sueño. Al inicio de la Segunda Guerra Mundial, se encontraba en Londres con su familia, sin empleo ni una preparación específica, y el Ejército lo había rechazado por problemas médicos. Su padre había fallecido y tenía tres hermanos. Pero Durrell sabía perfectamente lo que quería hacer en la vida: construir un zoo. De niño había visitado un zoo en la India y desde entonces tuvo claro que eso era exactamente lo que deseaba hacer: trabajar con animales. Pero también sabía la clase de zoo que iba a construir, que no tenía nada que ver con los que existían entonces.
Durrell había nacido en la India y había pasado cuatro años en la isla de Corfú, en Grecia, donde estudió con el filósofo Theodore Stephanides. Juntos investigaron las especies animales que había en el lugar, y así él aprendió la manera de sistematizar sus observaciones.
En Londres, después de la guerra, entró a trabajar como becario en el zoo de Whipsnade, el primer parque zoológico libre del mundo, que dependía de la Zoological Society of London. En 1947 organizó su primera expedición en busca de animales exóticos, que costeó con la herencia de su padre. Estuvo en Camerún en dos ocasiones y después en la Guayana Británica, y durante toda su vida siguió realizando expediciones semejantes, en busca de las especies más desconocidas.
Pero Durrell tenía ideas que nadie aceptaba: él no buscaba el beneficio económico ni crear espectáculo para los visitantes del zoo, sino que creía firmemente que la Humanidad debía garantizar el bienestar de los animales por encima de cualquier otra cosa, primero cuidando su hábitat natural, y como última opción trasladándolos a reservas naturales que recrearan las mismas condiciones de vida. Por eso en sus expediciones siempre cuidó de no dañar lo más mínimo a los animales, y el dinero no le importaba si podía salvar especies en peligro.
A lo largo de los años, Gerald Durrell pasó por etapas de bancarrota absoluta, alcoholismo y desesperanza, pero salió de ellas gracias a la escritura. Sus libros autobiográficos obtuvieron un éxito inmediato, tanto aquellos en los que narraba su juventud en Corfú («Mi familia y otros animales», «Bichos y demás parientes» y «El jardín de los dioses»), como los que dedicó a sus expediciones, verdaderas aventuras modernas («El Arca sobrecargada», «Tres billetes hacia la aventura», «Un zoológico en mi azotea» o «Atrápame ese mono», por citar solo algunos).
Sus enormes conocimientos, su amenidad y su facilidad para conectar con el público le convirtieron en uno de los presentadores más famosos de la BBC y en un colaborador habitual de programas de radio. El siguiente paso fue grabar imágenes de sus expediciones y crear con ellas una película: «To Bafut with Beagles». El público lo adoraba, y eso le permitió juntar suficiente dinero para cumplir su sueño de la infancia.
En 1958 fundó el Parque Zoológico de Jersey, situado en la isla de Jersey, en pleno Canal de la Mancha. Su misión, a diferencia de todos los zoos de su época, no era mostrar animales en jaulas para diversión de los visitantes, sino alojar especies en peligro, emulando perfectamente sus condiciones de vida naturales, su alimentación, sus costumbres sociales, sus parejas, etc. Por ello se convirtió enseguida en centro de formación para una nueva generación de naturalistas, que aprenderían unos métodos completamente distintos. Del mismo modo, Durrell viajó por todo el mundo, colaborando en la preservación de entornos salvajes, con la intención de que, tal vez algún día, no fueran necesarias las reservas naturales.
«A medida que la humanidad crece de año en año y ocupa más zonas del globo, quemando y destruyendo, resulta un pequeño alivio saber que hay algunos particulares y algunas instituciones que consideran que la labor de salvación y refugio de estos animales hostigados tiene alguna importancia. Es una labor importante por muchas razones, pero quizá la mejor de todas sea la siguiente: pese a todo su genio, la humanidad no puede crear una nueva especie, ni puede volver a crear a una que haya destruido; si alguien propusiera eliminar, digamos, la Torre de Londres, se levantaría un clamor terrible, y con razón, pero se puede apagar como una vela a una especie animal única maravillosa que ha tardado cientos de miles de años en evolucionar hasta su estado actual sin que nadie, más que un puñado de personas, levante un dedo o una voz en señal de protesta».
Gerald Durrell tampoco tuvo un final de su vida muy agradable. Después de tantos viajes y situaciones duras, su salud había empeorado muchísimo. La artritis y el deterioro de su hígado tampoco ayudaron. En 1995 le fue realizado un trasplante de hígado, pero falleció por sus complicaciones. Recibió los mayores honores del Reino Unido y el reconocimiento de toda la profesión. Hoy en día su labor permanece, en manos de organismo internacionales que buscan perpetuar sus mismas ideas.
Podríamos decir que Gerald Durrell consiguió cambiar el mundo, y «Animales en general» es el libro que lo demuestra. En él se recogen algunas de esas charlas que le dieron fama, que le permitieron recaudar dinero para financiar su proyecto y con las que procuraba concienciar al gran público de la importancia de defender a la especies en peligro.
Puro Durrell.