Se conversaba, se comía en familia, se leía, incluso se dormía con la compañía de la radio, y se rezaba aquel rosario radiado del Padre Payton: “Rosario en familia”, con el eslogan de “Familia que reza unida, permanece unida”. Pero las imágenes de la televisión obligaban —-y obligan—- a prestar atención y muchas veces absorbían la atención de tal modo que provocaban el silencio y, poco a poco, el distanciamiento.
Existen numerosas anécdotas de los comienzos de la televisión en España. En la ciudad de Vigo, la cafetería Goya —-ya desaparecida—-, fue de las primeras en disponer de una sala de televisión, porque su precio era elevado y muy pocas casas la tenían. Las sociedades, como El Mercantil, también instalaron un televisor en alguno de sus salones. La televisión era un auténtico acontecimiento social. Cuando el Rey Balduino de Bélgica se casó con la española Fabiola, muchas personas del sur de Galicia se desplazaron al norte de Portugal para ver la boda porque allí tenían una señal de televisión mucho mejor que en España.
Las dimensiones de las pantallas de aquellos primeros aparatos de televisión eran insignificantes con respecto a las de ahora; las más grandes no pasaban de 21 pulgadas. Eran en blanco y negro y la imagen, carente de nitidez, se perdía con frecuencia. La televisión española tenía un único canal y cerraba su emisión a la noche con un programa titulado “El alma se serena”. Abría de nuevo por la mañana, a eso de las ocho o nueve —-en el mejor de los casos—-, con la “carta de ajuste”, un cuadro inmóvil con dibujos técnicos. Pero todo eso ya forma parte del recuerdo, aunque la televisión ya ha conseguido invadir nuestras casas y nuestras vidas. Pero la radio sigue más viva que nunca.