«Llamadme Ismael.
Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda».
Este es, sin duda, uno de los comienzos de novela más conocidos de la historia, junto a aquello de «Todas las familias felices se parecen, pero las infelices lo son cada una a su manera». Herman Melville escribió en 1851 una de las piezas fundamentales de la Literatura Universal, tanto por lo que cuenta como por todo lo que sugiere, pero en su momento supuso para el autor un fracaso total y aún hoy resulta bastante difícil de leer sin un propósito firme. Quizá por eso sea una de las obras más versionadas, con innumerables adaptaciones al mercado infantil, un musical de Nueva York y varias películas, tanto de animación como de imagen real. En la mayoría de ellas han desaparecido los largos pasajes que dedica Melville a la vida dentro de los barcos balleneros y la trama se centra en la aventura y en la persecución enfermiza del cachalote, pasajes que resultan mucho más entretenidos.
Herman Melville había nacido en Nueva York hace ahora doscientos años y, del mismo modo que varios de sus protagonistas, sintió la necesidad de embarcarse y conocer el mar. En aquel entonces era un sueño habitual de los jóvenes trabajar en un barco y recorrer el mundo, probarse a sí mismo frente a la crueldad de las olas. Melville sirvió en un barco mercante y posteriormente en un ballenero, cazando los mismos mamíferos marinos que luego lo harían célebre. Se amotinó junto a otros compañeros, fue apresado por caníbales de los mares del Sur —que estuvieron a punto de devorarlo, pero al final se contentaron con venderlo como esclavo— y pasó un tiempo en prisión a causa de ese motín. Después de tres años y medio en el mar, había juntado suficientes experiencias para toda una vida y en base a ellas escribió «Taipi: Un Edén caníbal» y «Omoo», dos libros de viajes que le reportaron fama instantánea. En la cerrada sociedad occidental, donde la mayoría de la población apenas salía de su localidad natal y los pioneros y navegantes recibían la consideración de héroes, aquellas historias de salvajes antropófagos, occidentales con sueños de aventura y tierras inexploradas tuvieron la mejor acogida. Melville adquirió una vasta propiedad en Massachusetts junto a la de su adorado Nathaniel Hawthorne y se codeó con los grandes nombres de las letras neoyorkinas.
Pero él quería algo más de sus obras, no le bastaba con narrar historias trepidantes, pretendía aportar una enseñanza mayor, trascender su propia época y llegar a la inmortalidad. Por eso creó una novela inmensa, compleja y alegórica, que sin embargo no recibió el favor del público. «Moby Dick» y todas sus publicaciones siguientes resultaron un fracaso, hasta el punto que su economía se vino abajo, su salud física y mental se resintió y su nombre desapareció por completo de los círculos literarios. Acabó sus años como inspector de aduanas en el puerto de Nueva York, sin la granja de Massachusetts y completamente arruinado. Solo a partir de mediados del siglo XX volvieron a reivindicar su figura y a dar auténtico valor a su obra, hasta el punto que hoy en día se estudia a Melville como uno de los pilares de la narrativa americana. Un extremo y otro de un complejo movimiento pendular que solo ahora ha encontrado su sitio.
«Moby Dick» es una novela densa, compleja y que con frecuencia sacrifica el ritmo narrativo en busca del testimonio fiel de la vida en un barco ballenero, con largas descripciones acerca de estos cetáceos y de los marineros que se encargaban de perseguirlos, sus rutinas, qué buscaban y qué tenían que hacer para conseguirlo. Cuenta la historia de un muchacho que se enrola en un navío, el Pequod, cuya travesía pretende obtener capturas en mares lejanos y vender posteriormente su grasa para elaborar aceite; pero en realidad su capitán, un tullido llamado Ahab, busca vengarse de un enorme cachalote blanco apodado Moby Dick, que tiempo atrás le había arrancado la pierna derecha. Esa crónica se basó en las propias vivencias de Melville y también en el desastre marítimo del Essex —un barco que naufragó en 1820 por el ataque de un cachalote y luego sufrió una dura travesía para ponerse a salvo, lo que obligó a los pocos supervivientes a recurrir al canibalismo, como ocurriera también con la fragata francesa Méduse— y en las historias sobre un cachalote blanco que aterrorizaba las costas chilenas, y al que se conocía como Mocha Dick. Pero esto es solo uno de los elementos de la obra.
En segundo lugar está el sentimiento de aventura. Para un joven como el narrador, embarcarse y recorrer el mundo implicaba, como había ocurrido para el propio autor, un sueño cumplido. Era la respuesta a sus ansias de salir de su entorno habitual y ponerse a prueba, enfrentarse a un lugar hostil y derrotarlo. Los Estados Unidos se habían fraguado justamente así, a base de pioneros sin hogar que dominaban una tierra salvaje y la convertían en su patria. El mar representaba el infinito, lo desconocido, el reducto de las fieras monstruosas y todo lo imprevisible. Y qué mayor fiera que una ballena blanca, gigantesca y cruel, a la que ningún hombre ni barco había sido capaz de dominar. En un tiempo en el que el progreso científico parecía capaz de toda clase de portentos, la violencia del mar y sus monstruos aún seguía escapándose del control de los hombres, por mucho que estos pretendieran convertir a todas las ballenas en aceite para lámparas.
Y ahí entra en juego el tercer elemento de «Moby Dick»: la alegoría. La muerte del gigantesco animal se convierte en una obsesión enfermiza, que se transmite por todo el navío, desde el capitán y a lo largo de la pirámide de mando, y que empuja a los hombres a la locura, la violencia y la tragedia. Ahab se autoproclama un dios en lugar de Dios, un diablo más maligno y temerario que el propio Satán, al que personifica la ballena. El Pequod representa una nación pionera formada por la mezcla de otras muchas naciones, como lo eran en su origen los Estados Unidos, con una voluntad de transgredir lo establecido, de enfrentarse a los grandes poderes anteriores a ella y crear un mundo nuevo. Sin embargo, y esa es la enorme enseñanza de Melville, los grandes poderes merecen un respeto, Dios no puede ser desafiado sin que eso implique ciertas consecuencias, y a la postre el Pequod se convierte en una moderna torre de Babel, castigada por su arrogancia.
Muchos de los nombres de la novela provienen de la Biblia, desde el propio Ismael de la primera frase, que servirá de narrador de la valentía, el esfuerzo humano, la fraternidad de los marineros, el honor, la temeridad y el castigo de los dioses por su blasfemia. El capitán Ahab simboliza el atractivo del mar llevado a unas consecuencias desastrosas, que lo empuja a rechazar una vida tranquila en tierra firme —donde lo esperan su mujer y su hijo— a cambio de la soledad del mando, el enfrentamiento con el monstruo y la aceptación de cualquier consecuencia que pueda traer consigo, pues ya no podría vivir de ninguna otra manera sino cazando a Moby Dick. Él se proclama amo absoluto del Pequod y toda su tripulación, mientras que desprecia a cualquiera que exista fuera de él, lo que incluye a otros navíos e incluso a los dueños de su propio barco, empresarios que aguardan en la costa a que ellos retornen con el valioso aceite de ballena. Hasta esas personas, que son las que en definitiva sustentan económicamente la travesía de Ahab, no merecen para él respeto de ninguna clase. Solo su persecución es importante, valiosa. Solo matar a Moby Dick tiene algún sentido, como si se lanzara a la búsqueda del Santo Grial, al recorrido de Dante a través del infierno, la «historia de una ida y una vuelta» de Bilbo Bolsón, el «viaje del héroe» de Joseph Campbell, la travesía en pos del vellocino de oro o el deseo por la manzana del árbol del conocimiento del bien y del mal.
La historia detrás de «Moby Dick» es la de la propia aspiración humana por trascender a su tiempo, por hacer algo único y colosal, como pretendía Herman Melville en 1851. Hoy su novela se estudia desde edades infantiles y recibe la mayor consideración, aunque él mismo no la conociera en vida.