El Paseo de Alfonso era la salida en sentido a Baiona. En tiempos de la Segunda República recibió el nombre del aviador Ramón Franco, en el Paseo se encuentra el olivo, emblema de la ciudad, circundado por una reja en la que lucen el escudo y una placa recordatorio de un acto celebrado en los años republicanos.
Hasta los años sesenta y setenta, cuando menos, la distribución del espacio era diferente al actual. Había un paseo central donde se encontraba el quiosco y sellado de quinielas de José Ramón.
Allí compraba en mi adolescencia las revistas «Triunfo», «Cuadernos para el Diálogo» o «Cambio16», a veces estas publicaciones no llegaban al quiosco por haber sido secuestradas gubernativa o judicialmente, no sé, o aparecían con retraso, parcialmente censuradas. Igual suerte corrían las revistas humorísticas «La Codorniz» y «Hermano Lobo».
Mejor fortuna disfrutaban , entre las que adquiría, la musical Disco Express, la terrorífica Rufus y las series de la Marvel Comics (Los Cuatro Fantásticos, Capitán América, Patrulla X, Dan defensor, Spiderman y otros). En el quiosco de José Ramón compré mis primeras ediciones de Drácula de Bram Stoker, Frankenstein de Mary Shelley en tiradas económicas y otras de la biblioteca rtve.
En un apunte añadiré que José Ramón era muy popular, un atropello por un tranvía le había seccionado las piernas, utilizando unas prótesis fenomenales venidas de Alemania. El productor Cesareo González proyectó una película con Suevia Films, que no se llevó a término, en la que se pretendía destacar el afán de superación de José Ramón en su lucha por la vida frente a un sino en principio adverso.
Al amigo quiosquero de otros tiempos hoy lo tengo por vecino en Pi y Margall. Pienso que se le debe un reconocimiento público.
Más o menos enfrente del quiosco se encontraba la cafetería Miramar, no confundir con la actual cafetería Mirador. En los principios de los setenta nos reuníamos allí un grupo de estudiantes de esos que llamaban benevolentemente con inquietudes, un grupito de rojos, iniciándonos en el tertuliar, cuando no concertando acciones de clandestinidad, incluso convenimos alguna cita para el pase de panfletos y publicaciones bien distintas de las compradas en el quiosco antes citado.
Voy a finalizar por hoy con el entrañable recuerdo de aquellas profesoras de primeras letras, con las que aprendías a leer y escribir, a las que me enviaron mis padres allá por comienzos de los sesenta. Sus nombres, la primera Doña Elisa, las segundas, con las que estuve menos tiempo, eran dos mujeres conocidas como las señoritas, de las que no sé sus nombres, tal vez alguien los recuerde .De ahí expedido directamente a los salesianos. Un tiempo quizá más complejo y convulso amanecía con nubarrones.