«Continuamente invadida y abandonada por mesnadas de mercenarios al servicio de distintas naciones, Córcega, la bella isla mediterránea, gozaba unos instantes de calma en los albores del siglo XVI. Una calma especial, impregnada de tumultuosa libertad salvaje. Las leyes no tenían representantes con suficiente fuerza ejecutiva, y la multiplicidad de cuadrillas irregulares, levantadas en armas, daban pretexto a la chusma para, desde sus escondrijos entre la exuberante flora montañesa, descender en incursiones asoladoras al litoral».
Así daba comienzo en 1949 una de las más importantes series de la novela popular española, «El gallardo aventurero», una colección de veinte volúmenes de más de 100 páginas cada uno, publicados con periodicidad semanal. Con la firma —ficticia— de Arnaldo Visconti, esta serie narraba las aventuras de Luys Gallardo, un trovador español metido de manera casual en plena guerra entre naciones por la posesión de la isla de Córcega. Como no podía ser de otra forma, el héroe nunca se retira y de hecho saca partido de su parecido físico con el bandolero Dago Corsi, líder de los temidos Hermanos Corsos, para suplantarlo y liderar la organización. Desde ese momento engancha una aventura con otra: un salvamento de hermosas damas, un duelo a vida o muerte o una persecución por cualquier rincón de la isla. Nada es imposible para este trovador, espadachín y justiciero, que mantuvo en vilo a media España.
Su creador, Pedro Víctor Debrigode, fue uno de los escritores más prolíficos de las letras hispanas, con más de mil novelas en su haber. Editorial Bruguera se había convertido en aquel tiempo en la principal productora de novela popular y las historias de Debrigode resultaban especialmente queridas. Cultivó todos los géneros de su época: la novela romántica, policíaca, de aventuras o de ciencia–ficción, generalmente con seudónimos distintos para cada uno de ellos. Si en la novela de aventuras era Arnaldo Visconti, en la policíaca era Peter Debry. Sus creaciones se vendían a cuatro pesetas y luego se revendían en puestos de intercambio por 50 o 60 céntimos, por lo que esas novelas pasaron de mano en mano, sin reediciones de ningún tipo, durante décadas. Gran parte de la población española de la época aguardaba con expectación cada nuevo número de la serie, pendiente de qué le ocurriría a su héroe durante esa semana o cómo lograría escapar del apuro en que se había quedado en la anterior.
La novela popular fue heredera del clásico folletín por entregas, que había triunfado durante el Romanticismo francés y del que derivan, de forma sucesiva, los tebeos de aventuras, los seriales radiofónicos y finalmente las series de televisión. Grandes autores como Alexandre Dumas, Robert Louis Stevenson o Benito Pérez Galdós cultivaron el género del folletín, que luego Debrigode convirtió en fenómeno de masas, aunque hoy en día poca gente lo recuerde. Nos quedan para siempre sus héroes, valerosos y dispuestos a todo, que no morían a lo largo de veinte entregas por difíciles que se les pusieran las cosas. Décadas después, esas andanzas siguen siendo igual de divertidas.