Hoy le dedicamos este artículo a una de las principales autoras de fantasía y ciencia–ficción en lengua española, con una larga carrera literaria y los mayores previos en su haber. Hablamos de Elia Barceló y de una de sus novelas más hermosas.
«Las cuatro de la mañana. Últimos de diciembre. Escribo ahora para mí, a mano, con mi menuda letra de orfebre, en este piso recién alquilado, semivacío, mientras la nieve cae mansamente tras de los cristales sobre esta calle Clinton, en la que ya no suena la música de la que hablaba Cohen. Escribo para mí. No hay nadie más. No hay nadie más ahora que no está Celia. He consumido tres cigarrillos buscando las palabras, el principio, el arranque de esta historia que hoy me cuento, pero ¿dónde encontrarlo? ¿Cómo? ¿Cómo, si no hay principio, y el final que marcó mi vida, ese final de hace tantos años, está a apenas seis días de esta madrugada neoyorquina? Los recuerdos acuden enfurecidos, luchando por imponerse al desorden de mi mente, y se confunden en un magma vidriado que apenas deja entrever los contornos de lo que fue».
Esta novela es un ejemplo de magia, un engranaje de ruedas dentadas que funciona a la perfección. Sus páginas transmiten poesía, ilusión, admiración por la literatura clásica y a la vez una arriesgada experimentación formal. El truco podía haber fallado y que el conejo asomara demasiado pronto, pero Elia Barceló construye un mundo dulce en el que el lector puede disfrutar de la belleza de los momentos, las paradojas y el amor. Porque esta, en el fondo, es una historia de amor, pero asombrosamente real, mucho más que literaria. Los personajes sienten el peso terrible del desencuentro, de no haberse conocido cuándo y dónde debían, y de haber estado buscándose durante toda la vida. Es el clásico cuento del amor imposible, que tanto nos gusta como lectores, y que todos hemos vivido alguna vez. Y resulta curioso que esta novela sea tan verdadera, tan creíble, cuando su trasfondo, lo que hace girar esas ruedas dentadas de las que hablábamos antes, es el género fantástico.
«Recuerdo que recordé entonces con una intensidad que me hizo enderezarme en el asiento, asustado de mí mismo, el instante preciso en que la conocí, su perfil moreno en el vestíbulo del Lys, la pequeña perla en su oreja, el pañuelo blanco que se pasaba con cuidado por debajo de las pestañas al salir del cine, su rápida mirada hacia la amiga que la tranquilizaba sonriendo: «No, mujer, no se te nota nada». Fue como si mi corazón no pudiera decidirse, como si quisiera al mismo tiempo dejar de latir o echarse a volar desbocado hacia esa mujer a la vez frágil y dura, de traje sastre y collar de perlas, que parecía una actriz de cine negro, una estrella caída en el barro del cine de pueblo con su suelo sembrado de cáscaras de pipas y papeles grasientos de empanadas de atún».
En los últimos años del siglo XX, se formó, vía e–mail y reuniones personales, el llamado Grupo de Umbría, por el que cuatro escritores muy renombrados pretendieron crear un lugar común de fantasía. Elia Barceló, César Mallorquí, Armando Boix y Julián Díez compartieron sus ideas más alocadas, sus sueños y sus intereses literarios. De allí surgieron tres novelas: una de Mallorquí, «Leonís»; y dos de Barceló, «El vuelo del hipogrifo» y «El secreto del orfebre». Umbría era un lugar mágico, diseñado a partir de sus propios recuerdos de infancia, de su fascinación por los pueblos aislados y de sus muchas capacidades narrativas. Allí todo era posible y ni siquiera la pertenencia a un determinado género literario constituía una barrera.
El destino del orfebre que da título a la novela se convierte en uno de los relatos de amor más bellos de la historia, a la vez que más complejos, aunque sea en tan poco espacio. Una novela corta con una profundidad asombrosa, un dolor y una pérdida. Un libro al que volver cada cierto tiempo, para aislarnos de la crueldad de la vida y refugiarnos en Umbría, donde incluso el amor más terrible nos parece hermoso, y no se borra jamás de nuestros recuerdos.