Ha empezado la primavera. Desde ya mismo y hasta el 20 de junio nos encontramos en la estación más florida, más alegre y más esperanzada. Comienza con el equinoccio, es decir, «misma noche», el día en que equivale el tiempo que duran el día y la noche, salvo pequeñas variaciones. Se prolongará durante tres meses, en los que las horas de luz irán creciendo poco a poco, jornada a jornada, hasta llegar al solsticio de verano, el momento en que el día será más largo en todo el año. Entonces la primavera habrá terminado.
Este es el tiempo de la floración, del verdor, de la vida natural. En condiciones normales, sería la ocasión de librarnos de todas esas capas de ropa que nos ocultaron durante el invierno y volver a la calle. De sentir el sol en la cara y la alegría en el cuerpo. Muchas culturas conmemoran el cambio de estación, como en la India, donde se celebra el Holi o festival de la primavera. Así, en los días del Holi todo el mundo es libre, todas las castas y orígenes sociales se igualan, y las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres. Es una ocasión de disfrute conjunto, de proclamación de comunidad.
Este año vivimos todo lo contrario. Las personas debemos quedarnos en casa y protegernos de un virus terrible, silencioso y viajero, que ya ha puesto en jaque a media humanidad. Las relaciones sociales han desaparecido y solo nos quedan las llamadas o los mensajes de móvil. Cuentan que en los últimos días se han disparado las llamadas telefónicas como nunca en los últimos años. La gente necesita oír la voz de sus seres queridos, ya que no puede abrazarlos, contarles por enésima vez esa anécdota de la mili, hablar del gobierno o compartir la paella del domingo.
Nunca nos dimos cuenta de lo mucho que necesitábamos esas cosas hasta que nos las quitaron. Yo también protestaba cuando tenía que ir a la dichosa paella que hacía mi abuela, por el día de Año Nuevo, y ahora daría muchas cosas por una sola celebración más. Ya no están unos cuantos de aquellos, ni mi abuela, ni mi padre, ni habrá más paellas semejantes. Por eso he decidido en los últimos años celebrar cualquier cosa que me surja: que estamos en marzo, que la lavadora ha dejado toda la ropa limpia o que el cielo es azul. Cualquier cosa.
Esta enfermedad ha cambiado nuestras percepciones sobre el mundo en que vivimos, dejándonos clara la fragilidad de nuestras vidas, que se pueden venir abajo en cualquier momento. Pero también tenemos que cambiar nuestra mentalidad y empezar a darles a las cosas su auténtico valor. En algún momento esto pasará y podremos volver a abrazar a los nuestros, y entonces sabremos lo importante que resulta esa acción. Hasta entonces, nos toca cuidarnos, para que ese día llegue lo antes posible y estemos todos ahí para festejarlo.