La 1 de TVE ha apostado por estrenar durante la cuarentena una de las miniseries de las que más se está hablando en los últimos tiempos, la nueva adaptación de una de las novelas históricas más conocidas, en esta ocasión protagonizada por John Turturro.
En 1980 aparecía publicada una novela del escritor, filósofo, profesor universitario y ensayista Umberto Eco que revolucionaría el mercado. Su éxito entre la crítica y el público hizo que fuera editada en unos treinta y cinco países y generara alrededor de quince millones de ejemplares vendidos, lo que le granjeó numerosos premios y homenajes personales. Su fama se catapultó en todo el mundo, tanto en los círculos profesionales —con numerosas charlas en las universidades más prestigiosas— como en las ferias del libro, donde las colas para cada una de sus firmas se volvieron kilométricas. Y si ya con la aparición de la novela ocurrió esto, mucho más con el estreno de su versión cinematográfica, rodada en 1986 y protagonizada por Sean Connery —muy denostada en su momento, pero que el paso del tiempo ha hecho inmortal—.
«El 16 de agosto de 1968 fue a parar a mis manos un libro escrito por un tal abate Vallet, “Le manuscript de Dom Adson de Melk, traduit en français d’après l’édition de Dom J. Mabillon” (Aux Presses de l’Abbaye de la Source, Paris, 1842). El libro, que incluía una serie de indicaciones históricas en realidad bastante pobres, afirmaba ser copia fiel de un manuscrito del siglo XIV, encontrado a su vez en el monasterio de Melk por aquel gran estudioso del XVII al que tanto deben los historiadores de la orden benedictina. La erudita “trouvaille” (para mí, tercera, pues, en el tiempo) me deparó muchos momentos de placer mientras me encontraba en Praga esperando a una persona querida. Seis días después las tropas soviéticas invadían la infortunada ciudad. Azarosamente logré cruzar la frontera austriaca en Linz; de allí me dirigí a Viena donde me reuní con la persona esperada, y juntos remontamos el curso del Danubio».
Así comienza «El nombre de la rosa», la gran novela histórica, filosófica y detectivesca por antonomasia. Si Agatha Christie ya había mezclado la narración histórica y la investigación de un crimen en obras como «La venganza de Nofret»; si el propio Cervantes ya había convertido el Quijote en un ejemplo de metaliteratura y juego de narradores —más aún en su segunda parte—, Eco se dedicó a complicar aún más el juego con un castillo de naipes que se sujeta de forma milagrosa: el texto que leemos es una versión de la versión de la versión, y esta a su vez se centra solo en las vivencias de un joven novicio benedictino que asiste como espectador a una trama que claramente lo supera. Como las imágenes de imágenes que describiera Platón en el mito de la caverna, aquí las letras son una mezcla de muchas manos y lenguas distintas, como metáfora del modo en que las grandes historias han llegado a nosotros después de pasar por muchos tamices. Y a pesar de eso el mensaje continúa siendo válido: la búsqueda de la verdad por encima de los dogmas, de lo correcto por encima de las directrices oficiales.
La historia en apariencia es sencilla: un veterano fraile franciscano, Guillermo de Baskerville, recibe el encargo de preparar una reunión en una lejana abadía del norte de Italia, en la que se va a tratar la supuesta herejía que defiende un grupo de franciscanos, denominados «los espirituales», y que aboga por la pobreza de la Iglesia, a la manera de los primeros apóstoles. Sin embargo, en esa abadía están ocurriendo hechos truculentos, con las sucesivas muertes de algunos de sus miembros. El abad solicita a fray Guillermo que investigue el asunto de manera discreta, teniendo en cuenta la gran capacidad deductiva de la que hace gala y que ya demostró en su pasado como inquisidor.
Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk —este último, narrador de la trama— son un claro homenaje a Sherlock Holmes y su ayudante y compilador doctor Watson, pero también a Guillermo de Ockham, Francis Bacon o Jorge Luis Borges. La propia novela sirve como un juego de múltiples interpretaciones en el que Eco defiende los postulados de «la muerte del autor», por los que cada obra es un elemento en sí mismo que debe ser entendido por el lector de acuerdo con sus ideas, no las de quien lo escribió. Por este motivo él siempre se negó a «explicar» la novela, instando a que cada persona encuentre su propia interpretación. Una forma, además, de reconocer al lector como un ser inteligente, del mismo modo que fray Guillermo busca la verdad en un laberinto de prejuicios, dogmas y versiones institucionalizadas. Él, que fue inquisidor y ahora se ha apartado de lo que dicta la Iglesia para satisfacer su inagotable sed de conocimiento.
«El nombre de la rosa» llega con una nueva versión, una interpretación distinta a las anteriores, que se suma, como una capa más de realidad, a las múltiples que teníamos ya en la caverna. Por lo que dicen, esta contó con la aprobación del autor antes de su muerte, pero en el fondo da igual, porque la que interesa es la aprobación —y la interpretación— del destinatario del mensaje, en este caso los espectadores.