Las medidas de prevención y lucha contra el coronavirus, tanto sanitarias como sociales son necesarias, aunque no todas indiscutibles. Es responsabilidad del Gobierno normativizarlas con rigor, base científica y sentido común. Pero si el Comité de Expertos, finalmente resultó ser un “Comité de Espesos”, no serían en realidad más de dos o tres compañeros de Gabinete introduciendo ideas en un borrador de Decreto.
Y en la vorágine de una tormenta de ideas suelen incorporarse al texto definitivo la mayoría de ocurrencias sin sentido, que suelen coger impulso con facilidad: “pon pandemia; pon nueva normalidad; e inmunidad de rebaño; aplanar la curva, rebrotes, distancia social, dos metros o metro y medio, mascarilla hasta para los náufragos huérfanos en isla desierta; pon OMS. Ponlo todo.”
Y luego pasa lo que pasa, que la norma se hace viral y se acoge como una religión por una parte importante de los miembros de la sociedad que se erigen en guardianes de las esencias de la civilización que por encima del temor por su salud –que sin duda atesoran- se obligan a velar por el bienestar superior colectivo. Son los que te gritan en la cola del supermercado cuando consideran que la distancia entre el carrito de la compra y un metro más no es suficiente para evitar la extinción humana. Los que increpan a dos chavales enamorados o empalmados que pasean de la mano por la orilla de la playa sin mascarilla y sin nadie a menos de veinte metros: “sois de lo peor, por gentuza como vosotros estamos como estamos”. Tres veces les arengan desde más de treinta metros, con furor, con chorreo de saliva que esperemos no sea arrastrada por la brisa marina al resto de personas que disfruta –si se puede hoy hablar de disfrutar- de la jornada veraniega.
El miedo es libre y la estupidez también. Uno de los efectos secundarios del Covid-19 es sin duda el fomento de los bordes. La mala educación y la grosería encuentran su refrendo en las normas escritas y en las que se crean absurda y automáticamente en el seno de la sociedad. Hay garrulos e infelices ávidos de increpar a cualquiera que se mueva un centímetro de la distancia que consideran segura o al que se salta un adhesivo de separación o circula en el sentido contrario a las flechas pintadas en el suelo. Pobre del que baja a la una de la mañana a tirar la basura sin mascarilla. Alguien le aullará desde el balcón y amenazará con llamar a la policía, una policía que deberá perseguir al infractor higiénico-sanitario como el mayor de los delincuentes.
La OMS, acaba de decir que no cree que haya una “bala de plata” contra el coronavirus. Es curioso que utilice dicha expresión teniendo en cuenta que se supone que todo esto es consecuencia de la ingesta de pangolín, un murciélago, un vampiro podríamos decir, a los que se sabe perfectamente no les va bien ni la plata ni las estacas ni las cruces. Hablemos en plata, para todos esos bordes de vocación, dejen las estacas en casa y aprendan a convivir sin necesidad de hacer todavía más insoportable una situación compleja y peligrosa que la mayoría de la gente conlleva con sentido común. Porque al final las más altas autoridades sanitarias y las gubernamentales a nivel mundial no tendrán otra opción que recuperar la vieja normalidad. Lo harán paulatinamente, casi sin que nos demos cuenta, y los nuevos vigilantes de la playa y de sus congéneres volverán a ser lo que simplemente fueron siempre, unos bordes y unos maleducados. Señor, que cruz.