Esta afirmación habría que haberla hecho el pasado mes de julio, que era la época propia de la ronda gala, pero en este año ‘veinte-veinte’ todo es extraño y todo está fuera de lugar.
Así que nos vemos en septiembre pedaleando desde el sofá por las carreteras y los puertos de nuestro país vecino. Siempre recordaré, ya hace unas décadas, la primera vez que crucé a Francia por la frontera de Hendaya.
En aquel tiempo aún vivía (y mandaba) el General (principios de los 70) y las diferencias entre los dos países eran notorias. Pero hubo dos cosas que me quedaron grabadas al entrar en terreno francés. Una fue que la raya blanca lateral de la carretera parecía estar recién pintada, y la otra es que la cuneta de cualquier carretera la habían rasurado hacía muy poco tiempo.
Luego continuabas viaje disfrutando del campo francés, que más que campo era un inmenso jardín. Recuerdo los inmensos campos de los girasoles que buscaban la luz solar o las balas de paja cilíndricas en las grandes fincas de cereal o las vastas zonas de viñedos alrededor de Burdeos.
Recorriendo el país te dabas cuenta de que Francia era una sucesión de llanuras o con desniveles suaves y agua, mucha agua. Incluso las grandes montañas de Alpes y Pirineos estaban situadas en los márgenes del país para no molestar.
Cada pocos kilómetros se podía ver un bar o pequeño restaurante al lado de la carretera con un par de mesitas en el exterior y su correspondiente sombrilla. Todo muy sencillo pero con un pequeño toque de clase. Eran muy típicos en los locales de hostelería los letreros con publicidad del pastís Pernod o Ricard, bebidas populares y muy consumidas en toda Francia.
Se veía un país ordenado, donde todavía las autopistas eran escasas, con tramos (llanos) de carretera de tres carriles para poder adelantar, y las gasolineras impecables con distintas marcas de petroleras que competían con ofertas para ganarte como cliente.
Por no hablar de las carreteras secundarias con árboles a ambos lados y que en verano proporcionaban una sombra reparadora. Y siempre te topabas con sus ríos, esos grandes ríos franceses que riegan todo el país y sus respectivos canales, que permitían disfrutar de un tranquilo turismo fluvial.
Hoy, bastantes años después, es un placer seguir viendo el país vecino mientras los rodadores pelean en el llano o los escaladores afrontan la subida de puertos míticos como Alpe D´Huez o el Tourmalet, o todos negocian las múltiples rotondas que adornan las entradas de las ciudades francesas.
Una diferencia notoria en la retransmisión actual del Tour es la gran exposición de autocaravanas que se ven en los márgenes de la carretera y que convierten a Francia en el país ideal para este tipo de turismo.
Además del paisaje francés me gusta ver la competición ciclista de cada día esperando que algún español se haga notar o gane la etapa. Recuerdo con nostalgia las grandes etapas que nos regalaban Perico Delgado, Indurain o Contador entre otros (*).
Hoy no podemos aspirar a ganar la carrera, pero seguimos disfrutando de ver a la hora del café los detalles de un gran país, cuyos vecinos se sienten orgullosos de ser franceses, de su historia, sus costumbres y sus tradiciones.
Por todo ello amo el Tour de Francia. Me gustan hasta sus rotondas. Con eso está todo dicho.
(*) Debo mencionar también a nuestros paisanos Álvaro Pino y Oscar Pereiro, que ganó la ronda en 2006.