La mirada de esos dos perros observando la vida que pasa frente a ellos por la acera da buena cuenta de su reclusión, de su injusto confinamiento en un bajo comercial vigués en espera de alquiler. Van pasando los años sin que esos perros salgan a la calle. Lo cierto es que nunca han pisado la calle, ni siquiera para dar un corto paseo por la acera y poder olisquear y saludar a otros congéneres. Normalmente les tapan completamente los cristales con muebles, plásticos y cartones para ocultarlos a la vista de los peatones y de las críticas, que son cada vez más intensas; para ocultar, en definitiva, la vileza de esa privación de libertad que roza el maltrato animal y que dice muy poco de quienes la llevan a cabo. Por supuesto que esos perros están mínimamente atendidos, como los reclusos de una cárcel en la que les limpian periódicamente la estancia y les repone el alimento y el agua. Pero sin libertad. En este caso llevan una auténtica vida de perros por haber tenido la desgracia de pertenecer a una raza —-a una estirpe—- que se cotiza al alza en el mercado de los animales de compañía, confinados en un espacio limitado entre cuatro paredes y custodiados como eslabones imprescindibles para un negocio que debiera estar controlado por las autoridades competentes. O quizá los tengan así por no poderlos atender debidamente, en cuyo caso seguramente habría personas dispuestas a asumir la auténtica responsabilidad de tener esos perros a su cargo dando fin a un maltrato animal que, incomprensiblemente para la ciudadanía que los observa a diario, continúa existiendo, mes a mes y año tras año, porque los organismos competentes van pasándose unos a otros la responsabilidad de clausurar esta cárcel de perros.