Hoy se cumplen 299 años de la muerte de Alexander Selkirk, el náufrago en quien se inspiró Daniel Defoe para su famosa novela Robinson Crusoe. Pero la historia real de este marino y corsario escocés no desmerece de su contrapartida literaria: consiguió salvarse de la isla desierta en la que había quedado abandonado para luego morir por otra razón muy distinta.
En la novela, Robinson Crusoe era un marino proveniente de la ciudad de York que contaba él mismo la historia de cómo naufragó en una isla supuestamente desierta y se las arregló para sobrevivir en ella durante casi treinta años. Es la narración de cómo el empeño, la inventiva y el espíritu humano pueden triunfar en las situaciones más adversas, lejos de la protección de la sociedad en que vivimos.
Pero Daniel Defoe no se inventó la premisa de la novela, publicada en 1719, sino que la tomó de un hecho muy famoso entre la prensa británica: el rescate de un marinero escocés en una isla perdida del Pacífico Sur. La anécdota se había hecho tan popular que catapultó al éxito el libro del capitán que lo había encontrado: A cruising voyage round the world, de Woodes Rogers —primero corsario y después gobernador de Bahamas—. Era la época floreciente de la piratería, de la guerra naval entre naciones y de los capitanes protegidos mediante patente de corso, que permitió a muchos Gobiernos ahorrarse el dinero que costaba mantener una flota.
Alexander Selcraig era el séptimo hijo de un curtidor de pieles de Lower Largo, en Fife, Escocia. Esta pequeña localidad se encuentra al norte del estuario del río Forth, en el mar del Norte, región perteneciente en el pasado a los llamados reinos pictos, que resistieron el avance romano y se convirtieron en leyenda. Selcraig nació en 1676 y desde muy joven se vio mezclado en trifulcas de taberna y líos amorosos. Llegó incluso a ser acusado de «conducta indecorosa en una iglesia», ante lo cual prefirió marcharse del pueblo y enrolarse en la Marina con el nombre de Selkirk.
Era la época de la guerra de sucesión española y su contrapartida en el Nuevo Mundo, la guerra de la reina Ana, que llevó a que muchos capitanes sin futuro solicitaran una patente de corso. A través de ella, la Corona de Gran Bretaña les concedía permiso para atacar naves y villas pertenecientes a otros reinos a cambio de un porcentaje de lo apresado. De este modo, un Gobierno podía hacerse con una armada poderosa sin tener que costear su mantenimiento y sin tener que responder oficialmente de sus actos.
Uno de estos documentos fue a parar a William Dampier, aventurero, escritor, científico y la primera persona en circunnavegar el mundo tres veces. En 1703, Dampier puso en marcha una expedición con dos naves: la St. George —capitaneada por él mismo— y la Cinque Ports —capitaneada por Thomas Stradling—. En esta última se enroló como piloto Alexander Selkirk, nuestro protagonista. El plan de Dampier consistía en atravesar el Océano Atlántico, cruzar el cabo de Hornos, adentrarse en el Pacífico y hacerse con las riquezas del Galeón de Manila, el famoso envío de mercancías de Oriente que navegaba cada seis meses o cada año desde Filipinas hasta el Nuevo Mundo a través del Pacífico, para luego unirse a la llamada Flota de las Indias.
Sin embargo, el plan no tuvo éxito. La zona del cabo de Hornos es particularmente difícil de navegar, con fuertes vientos, lluvia, temperaturas bajísimas e incluso con la presencia de icebergs. Las dos naves sufrieron la llegada de tres tormentas que las dejaron en un estado terrible, con seria amenaza de hundimiento. Para cambiar su mala suerte, trataron de asaltar algunas villas costeras y hacerse con el cargamento de algunos navíos, pero la ganancia fue escasa y los daños importantes. Los corsarios empezaron a amotinarse contra sus capitanes y estos terminaron por enfrentarse entre ellos. Después de un año de travesía, lo único que habían conseguido era hambre, sed y calamidades.
Tenían que detenerse y el mejor sitio para ello resultaba el archipiélago de Juan Fernández, un conjunto de islas e islotes del Pacífico Sur, ubicado frente a las costas de Chile, a unos tres días de navegación de estas. El lugar había sido descubierto más de un siglo antes por el marino español Juan Fernández, el primer europeo en alcanzar Australia y Nueva Zelanda. Desde entonces, se había convertido en un refugio seguro para los piratas, que podían abastecerse allí de agua y comida y efectuar reparaciones en sus barcos. Había dos islas principales, que recibían nombres muy básicos: la isla de Más a Tierra —la más cercana a la costa— y la isla de Más Afuera —la que miraba al Pacífico—. Así todos se entendían.
La Cinque Ports echó el ancla en Más a Tierra, mientras la St. George siguió su camino hacia el norte, sin intención de tener más relaciones con ellos. La expedición se había roto y en adelante cada navío iría por su cuenta.
El capitán Thomas Stradling procuró imponer su mando sobre la tripulación y se negó a reparar la nave, asegurando que no había riesgo para la seguridad. Selkirk, en su cargo de piloto, sirvió de representación de los marineros en las protestas por el mal estado de la nave. Se cuenta que aseguró que irían a pique y, en un alarde de retórica, juró que prefería quedarse en esa isla antes que volver a navegar en un cascarón semejante.
El capitán no se tomó a bien la retórica y decidió abandonar a Selkirk en la isla. Eso sí, le dejó ropa, una cazuela, un cuchillo, un hacha, un mosquete, pólvora, balas y una Biblia. Pero aquel lugar estaba alejado de las rutas de navegación y los únicos que pasaban por allí eran piratas. Sus esperanzas de ser rescatado no eran muchas y él lo sabía. Lo que no imaginaba era que su estancia en la isla se iba a prolongar durante más de cuatro años.
Tal y como adjudicaba Daniel Defoe a su personaje, Selkirk tuvo que encontrar la forma de sobrevivir en la más completa soledad. Al principio se estableció en la playa, siempre pendiente de si algún barco asomaba por el horizonte. Pero a los ocho meses abandonó la esperanza y decidió cuidar de sí mismo. Al mismo tiempo, unos leones marinos machos invadieron la playa en busca de apareamiento, de modo que tuvo que mudarse al interior.
La isla posee una gran superficie boscosa, clima lluvioso y una fauna abundante, entre ella numerosos gatos y cabras salvajes provenientes de Europa, del tiempo en que Juan Fernández y un grupo de jesuitas habían intentado colonizarla. Selkirk utilizó los primeros para cazar ratas y las segundas para obtener carne y piel con la que fabricar ropa, gracias a lo mucho que había aprendido de su padre curtidor. Leía en alto pasajes de la Biblia para no olvidar el lenguaje humano y hacía marcas en los árboles para contar los días y no perder la cordura. Aun así, estuvo a punto de acabar desquiciado.
Los pocos barcos que atracaban en la isla eran españoles, sus enemigos más antiguos, de modo que tampoco podía contar con ellos para salir de allí.
Finalmente, en 1709, llegaron a Más a Tierra dos naves llamadas Duke y Duchess, guiadas por el legendario capitán corsario Woodes Rogers. En la isla se encontraron con un hombre extraño, bestial, ataviado con pieles de cabra y que apenas recordaba su idioma, pero al que reconocieron como Alexander Selkirk, en parte gracias a que el piloto del barco no era otro que William Dampier, el patrón de la expedición en la que él se había enrolado. Por lo que consiguió saber, la Cinque Ports se había hundido un mes después de abandonarlo, tal y como pronosticó, y el capitán Stradling y los pocos que habían salvado la vida fueron apresados por marinos españoles y reducidos al cautiverio durante todos esos años. Dampier, por su parte, había conseguido volver a casa con la St. George, solo para recibir el castigo por su actuación y la degradación por parte de la Marina. Ahora Rogers estaba al mando, con dos barcos nuevos y el mismo propósito: hacerse con las riquezas del Galeón de Manila.
Selkirk logró recuperar su dignidad, unas ropas decentes y un buen afeitado y enseguida, como buen hombre de mar que era, decidió unirse a la tripulación. Al fin y al cabo, el galeón había sido la razón para enrolarse en un principio. Si ahora una nueva expedición pretendía lo mismo que aquella de la que había formado parte, ¿dónde iba a estar mejor que con ellos?
Woodes Rogers lo consiguió. Junto a la costa de la Baja California, asaltó el envío procedente de Manila y entabló una dura batalla, en la que sus barcos sufrieron graves daños y muchos marineros perdieron la vida. Por segunda vez en la larga historia de este convoy, los corsarios llegaron a hacerse con el cargamento y volvieron a Inglaterra con él —aunque al final obtuvieron bastante menos porcentaje del esperado y siguieron siendo pobres—.
Rogers escribió un libro tremendamente exitoso: A cruising voyage round the world. Poco tiempo después, fue elegido gobernador de Bahamas, cargo desde el que se enfrentó con tenacidad a los piratas de aquellas aguas y a los ataques por parte de los españoles.
Selkirk, en cambio, ni obtuvo dinero del asalto ni del libro, y el regreso a casa no fue bueno para él, ya que no se había marchado por gusto. Pobre, alcoholizado y sin ningún lugar al que ir, en 1717 no tuvo más remedio que embarcarse de nuevo, esta vez en un navío llamado HMS Weymouth, donde contrajo la fiebre amarilla. Murió en 1721 y su cuerpo fue arrojado por la borda. El hombre que había sobrevivido al aislamiento, la soledad y la carencia más absoluta falleció a causa de la enfermedad típica del contrabando de esclavos. Nunca se recuperó su cuerpo y no existe una tumba a su nombre, solo una estatua en su pueblo natal.
Daniel Defoe leyó el libro de Rogers y a partir de él creó la historia para Robinson Crusoe, que ha llegado a convertirse en una de las novelas de aventuras más importantes de la historia. En 1966, el Gobierno de Chile decidió cambiar el nombre a las islas que forman parte del archipiélago de Juan Fernández: Más a Tierra recibió el nombre de isla de Robinson Crusoe y Más Afuera, el de isla de Alejandro Selkirk —aunque Selkirk había estado en la otra—. Están consideradas reservas de la biosfera por parte de la UNESCO.
Curiosamente, en 2005 un georradar localizó un impresionante tesoro enterrado en la isla, que habría hecho inmensamente rico a Alexander Selkirk y con el que no habría tenido que volver a navegar. Las autoridades suponen que se trata del tesoro del marino español Juan Esteban Ubilla, oculto allí desde 1715, es decir, seis años después de que Selkirk fuera rescatado. Pero esto es solo una suposición, ya que el tesoro en cuestión nunca ha podido ser recuperado y algunos expertos han llegado a dudar del georradar.
Parece que aún quedan muchos secretos por descubrir en las islas de los piratas, donde estos se detenían en busca de agua, reparaban sus naves y a veces abandonaban a aquellos que se atrevían a amotinarse.
Y ellos luego, gracias a la literatura, se convertían en leyendas.