Se cumplen hoy 479 años del día en que un europeo visitó por primera vez las cataratas de Iguazú. Se trataba del español Álvar Núñez Cabeza de Vaca, militar, conquistador y explorador del Nuevo Mundo, cuyas expediciones recorrieron tanto el norte como el sur del continente.
Durante el año 2012, una encuesta mundial en Internet proclamó a las cataratas de Iguazú como una de las 7 maravillas naturales del mundo. Consideradas Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, se encuentran repartidas entre la provincia argentina de Misiones y el estado brasileño de Paraná. Durante el año 2019, más de un millón y medio de personas visitaron la primera y más de dos millones el segundo. Están formadas por 275 saltos de agua, la mayoría de ellos en el lado argentino. El mayor de ellos, además del más conocido, es el que precisamente constituye la frontera entre ambos países, la Garganta del Diablo, de casi ochenta metros de altura. La caída del agua resulta tan impresionante que da lugar a altas nubes de niebla y a un estruendo tal que todo ello puede percibirse desde varios kilómetros de distancia.
Cuentan que fue precisamente eso lo que llamó la atención de Álvar Núñez Cabeza de Vaca mientras se dirigía a Asunción del Paraguay. Era 1541 y el conquistador había recibido del rey Carlos I de España el título de adelantado real y gobernador del Río de la Plata. Durante el que sería su segundo viaje al Nuevo Mundo, Cabeza de Vaca realizó una travesía a pie de cinco meses desde el Atlántico hasta el fuerte que constituía la sede de la gobernación del Río de la Plata, y durante ese tiempo escuchó a lo largo de varios días un trueno lejano que se extendía por la selva. Interesado por el fenómeno, alteró la ruta en busca del origen de aquel sonido, hasta el lugar que los guaraníes llamaban Iguazú: «agua grande». Él, sin embargo, lo bautizó como saltos de Santa María, nombre que se olvidaría con el tiempo.
Cabeza de Vaca provenía de una familia hidalga de Jerez de la Frontera y luchó como soldado en las guerras de Italia y en las de los comuneros de Castilla. En 1527 partió hacia el Nuevo Mundo y se unió a la expedición de Pánfilo de Narváez hacia Florida, que pretendía encontrar la fuente de la eterna juventud. Sin embargo, lo único que encontraron fue el desastre. Las tormentas, las deserciones y los indios terminaron con la expedición casi al completo, y Cabeza de Vaca y otros pocos viajeros tuvieron que integrarse con los nativos, aprender sus costumbres y sobrevivir durante seis años como curanderos y mercaderes. Aprovechando sus conocimientos médicos, que acompañaban de oraciones en latín ⸺lo que a los karankawa les parecía una sarta de conjuros mágicos⸺, se fueron ganando la confianza de los pueblos que se iban encontrando y recorrieron la actual frontera entre México y los Estados Unidos hasta el año 1536, cuando por fin entraron en contacto con otro enclave español. Se les atribuye haber recorrido por primera vez la desembocadura del río Misisipi y haber obtenido datos no conocidos acerca de las costumbres, lenguas y formas de vida de las tribus indígenas.
Solo quedaron cuatro de aquellos seiscientos que habían acompañado a Pánfilo de Narvaez y tuvieron que volver a España a dar explicaciones de su fracaso. Cabeza de Vaca aprovechó para escribir un libro con todos sus descubrimientos, titulado Naufragios. Este volumen, publicado en Zamora en 1542, incluyó la primera reproducción en español de las lenguas indígenas y de la historia del actual territorio de los Estados Unidos, además de la narración honesta y sin tapujos de los abusos que sufrió de primera mano. No habían encontrado la fuente de la eterna juventud, pero sí un lugar complejo, hermoso y repleto de historias apasionantes que el explorador supo reproducir ante la corte, como esos rumores que había oído acerca de misteriosas ciudades de oro en alguna localización remota del norte. Pero también denunció el trato abusivo que sufrían los aborígenes por parte de esclavistas españoles que iban allí a enriquecerse a cualquier precio.
Sus declaraciones al rey supieron dar la vuelta al desastre que había sucedido en Florida e incluso le ganaron el título de adelantado real y gobernador del Río de la Plata. Así fue como se dirigió por segunda vez al Nuevo Mundo en 1540, lo que dio lugar al largo viaje a pie que le permitió descubrir las cataratas de Iguazú. Y, fiel a sus antecedentes como cronista de lugares y pueblos, Cabeza de Vaca dejó constancia del hallazgo, que tuvo lugar el 31 de enero de 1541: «El río da un salto por unas peñas abajo muy altas, y da el agua en lo bajo de la tierra tan grande golpe que de muy lejos se oye; y la espuma del agua, como cae con tanta fuerza, sube en alto dos lanzas y más».
En marzo asumió finalmente el cargo de gobernador, pero las cosas no le fueron muy bien. Dos años después volvió a denunciar los horrores que contemplaba en el trato con las poblaciones locales y por ello sufrió una rebelión por parte de los colonos españoles, que lo denunciaron ante el rey por abuso de poder en la represión de estos motines. El Consejo de Indias lo sentenció al destierro a Orán en 1545. Presentó un recurso y trató en varias ocasiones de recuperar su honor. Con esa intención, revisó en 1555 el texto de Naufragios y publicó en Valladolid una edición nueva con muchos más datos acerca de las tribus que había conocido. Pretendía que en el reino de España valoraran tanto como él la dignidad de los indígenas, que había defendido ante sus compatriotas.
Pasó sus últimos tiempos en un monasterio de Valladolid, recordando sus viajes, anécdotas y hazañas. Allí lo encontraron muerto el 27 de mayo de 1559. Sus restos descansan en el convento de Santa Isabel, en Valladolid.
Desde entonces, se han ido levantando numerosos monumentos a su memoria, como los que existen en Jerez de la Frontera, su patria, y en las cataratas de Iguazú, ese lugar maravilloso del que nadie había tenido constancia en Europa hasta que un explorador curioso y atrevido oyó un trueno que recorría la jungla y quiso saber a qué se debía. Y, cuando lo vio, se quedó sin habla, igual que los millones de personas que lo visitan cada año y comparten su mismo asombro, cinco siglos después.