Se cumplen hoy 110 años del suicidio de Emilio Salgari, un evento que no marcó significativamente los periódicos de ese día, pero sí a toda una generación de lectores que seguían sus novelas de piratas, buscadores de oro, revolucionarios, nómadas, faraones y caballeros de Malta. Héroes trágicos todos ellos, como el hombre que los inventó.
Nació en Verona en 1862, pero no hay muchas más cosas que podamos tener claras de la vida de Emilio Salgari. Él mismo se encargó de enturbiarla, inventándose proezas extraordinarias y viajes a lugares exóticos que nunca pisó. Decía de sí mismo: «durante siete años, surqué casi todos los océanos»; y firmó muchos autógrafos como «capitán Salgari» o «almirante Salgari», aunque lo cierto es que no terminó sus estudios en el Instituto Náutico de Venecia y apenas hizo unas pocas travesías marítimas. En 1892 se casó con la actriz de teatro Ida Peruzzi y ambos se convirtieron en la perfecta pareja de aventureros ficticios. Cuando algún lector acudía a conocer a su ídolo, él lo recibía con gorra de marino y empezaba a contar alguna de sus fantásticas aventuras, mientras que ella se presentaba vestida con ropas exóticas y afirmaba ser una princesa rescatada por el autor de las garras de alguna fiera, tras lo cual había caído rendida de amor a sus pies.
Las habladurías eran continuas, no siempre positivas. Salgari se rodeó de un aura de escritor maldito, violento, alcohólico y rabioso, con frecuentes accesos de locura. Y algo de eso debió de ser cierto, pues en 1893 cumplió seis días de arresto y pagó una multa de 30 liras tras un duelo a espada con el periodista Giuseppe Biasioli, después de que este hablara de un escritor «que dice ser almirante y no es ni siquiera grumete». Biasoli tuvo que ser ingresado en un hospital, ya que Salgari realmente era un espadachín consumado.
Para entonces, el éxito literario ya sonreía al de Verona. Empezó publicando I selvaggi della Papuasia, que salió por entregas en 1883 en el diario La Valigia. Ese mismo año aparecieron Tay–See y El Tigre de Malasia. Desde ahí, su producción no hizo más que crecer, con un ritmo habitual de cuatro novelas al año y una producción total de unas ochenta y cinco novelas y un número indeterminado de cuentos. Su género más habitual era el de las novelas de aventuras, que cultivó con pasión y un marcado esfuerzo didáctico. En un tiempo en el que gran parte de la población vivía en condiciones de pobreza y apenas podía desplazarse de su localidad natal más que para buscar fortuna en otros sitios, las novelas de Salgari abrieron una puerta a visitar regiones y épocas desconocidas: el Salvaje Oeste, el Caribe de los piratas, la Europa de las invasiones turcas, el Mediterráneo de los corsarios berberiscos, las estepas de los kurdos, la Alaska de los buscadores de oro, el África de las caravanas de esclavos, el Sahara de los tuareg, el Egipto de los faraones, la Cartago de las guerras púnicas o la Malasia de la colonización británica. Sus series más conocidas fueron las del Corsario Negro, el Capitán Tormenta y, por encima de todo, la saga del pirata Sandokán, que lo hizo mundialmente famoso.
Sandokán, apodado el Tigre de Malasia, es un antiguo príncipe de Borneo al que el Ejército británico convirtió en un paria, al arrebatarle su trono y asesinar a su familia. Desde ese momento, el héroe jura venganza contra los invasores de su patria y, en concreto, se enfrenta a lord James Guillonk, su enemigo acérrimo. Al menos, hasta que conoce a la sobrina de este, lady Mariana Guillonk, apodada la Perla de Labuán, una muchacha dulce y hermosa de la que el pirata se enamora al instante. Ese conflicto entre el amor y la causa que motiva al héroe es una constante en la producción salgariana, un guiño a los lectores de dramas románticos de la época. Igual que le ocurre a Sandokán con Mariana, también el Corsario Negro se enamora de Honarata de Van Guld, la hija de su mayor enemigo, y el Capitán Tormenta —que no es sino la condesa de Éboli— se enamora del León de Damasco, uno de los musulmanes que asedian su ciudad. Y en esa disyuntiva de qué elegir, si la pasión o el deber, se debatían sus novelas, al tiempo que recorrían las ciudades más fastuosas y exponían la flora, la fauna y las costumbres de ese tiempo. A lo largo de once novelas, Sandokán recorría Malasia, Borneo o la India y volvía célebre su reducto, la legendaria isla de Mompracem.
Salgari no dudó en tratar temas espinosos. En sus obras fue muy crítico con el colonialismo europeo, pero también arremetió contra el machismo de su época y dio el protagonismo a mujeres fuertes, audaces y dispuestas a mezclarse en guerras al igual que los varones. La propia Capitán Tormenta o la capitana del Yucatán son buenos ejemplos de ello. Pero también creó villanas temibles, como Haradja, sobrina de Alí Bajá, que actúa primero como enamorada y luego como enemiga del León de Damasco, una vez que este la rechaza.
Las obras del de Verona nunca defraudan. Siempre aportan emoción, ambientes exóticos, amor, odio y acciones arriesgadas, en mitad de un marco histórico complejo que sabe describir sin apabullar. Y, aunque el propio autor nunca llegara a recorrer esos lugares que muestra en sus historias, está recogido en las crónicas que pasaba horas y horas en las bibliotecas —donde elaboraba complejas fichas distribuidas por temáticas— y en las tabernas del puerto —donde guardaba datos acerca de las rutas de navegación y expresiones marineras que oía a los que venían embarcados—. Todo para conseguir la verosimilitud que se exigía a sí mismo, y al mismo tiempo para cumplir con la labor divulgativa que confería a la novela.
Sin embargo, el éxito literario no le permitió salir de la pobreza. A pesar de trabajar con diversos editores, todos ellos se aprovecharon de su arte, le obligaron a firmar contratos abusivos y apenas le dieron el suficiente dinero para comer. Eso agravó su delicada salud mental e hizo que cayera en una grave depresión con intenciones suicidas, tal y como había hecho su padre en 1889.
Por su parte, su esposa siempre padeció de desórdenes mentales —sus detractores afirmaban que se trataba de sífilis, contagiada por el autor después de uno de sus viajes a lugares remotos, sin que estas lenguas venenosas supieran que esos viajes eran falsos—. Tuvieron cuatro hijos: Fátima, Nadir, Romero y Omar. Pero la llegada del nuevo siglo resultó nefasta para la familia, cuando Ida sufrió un desequilibrio mental irreversible y tuvo que ser ingresada en una terrible institución psiquiátrica del Estado —ya que no tenían dinero para pagar otra cosa—. Nunca llegaría a salir de allí.
En 1909, Salgari trató de arrojarse sobre una espada para quitarse la vida, pero en el momento más oportuno llegó su hija Fátima y lo detuvo. Pero en 1911, a la edad de 47 años, el autor dejó tres cartas de despedida y se marchó al valle de San Martino, donde realizó el seppuku o harakiri, el tradicional rito del suicidio japonés, que consiste en cortarse el vientre de izquierda a derecha para morir desangrado. Lo habitual era que los practicantes de este rito contasen con la ayuda de algún familiar que, en el momento preciso y con el fin de evitar su agonía, procedía a cortarle la garganta. Pero Salgari no tuvo a nadie y lo hizo él mismo. Su cadáver lo encontró una lavandera que iba al bosque a por leña, y cuentan que aún agarraba con fuerza la navaja en la mano.
Su funeral no fue noticia aquel día, y eso a pesar de tratarse de un autor enormemente popular y de que la Casa de Saboya —que reinaba en Italia desde 1861— lo había nombrado caballero en 1897.
En la carta a sus hijos decía: «Queridos hijos míos, ya estoy vencido. La locura de su madre me ha destrozado el corazón y todas las energías. Espero que mis millones de admiradores, a quienes durante tantos años he divertido e instruido, los ayudarán. No les dejo más que 150 liras, más un crédito de 600 liras… Háganme sepultar por la caridad dado que estoy completamente arruinado. Los besa a todos con el corazón sangrante su desgraciado padre, Emilio Salgari.
Postdata: Voy a morir al Valle de San Martino, cerca del lugar donde, cuando vivíamos en la calle Guastalla, íbamos a merendar. El cadáver se encontrará en uno de los barrancos que conocen, porque íbamos allí a recoger flores».
A sus editores les escribió en un tono muy distinto: «A ustedes, que se han enriquecido con mi piel, manteniéndonos, a mí y a mi familia, en una continua miseria o aún más, solo les pido que, en compensación por las ganancias que les he dado, piensen en mis funerales. Los saludo quebrando la pluma. Emilio Salgari».
Aunque no el dinero, la fama estuvo siempre del lado del autor. En vida, eran muchos los países a los que llegaban sus obras y aún faltaban por llegar las adaptaciones: las películas de Sandokán protagonizadas por Steve Reeves y, sobre todo, la serie de televisión con Kabir Bedi en el papel protagonista. Y en este 2021 empezará a rodarse una nueva serie, esta vez con el actor de moda del mercado audiovisual turco, Can Yamán.
Los años 70 y 80 del siglo XX fueron los de mayor popularidad del de Verona, cuando sus obras llenaban los quioscos, muchas de ellas ilustradas por los mejores artistas de la época, como Roc Riera Rojas en España. Sin embargo, desde entonces no han sido editadas de nuevo y resulta extremadamente complicado hacerse con el trabajo de Salgari, como no sea recorriendo librerías de segunda mano o páginas web. Clásico entre los clásicos, el de Verona no ha recibido el justo homenaje de tiempos posteriores al suyo, como sí ha ocurrido con otros genios de las novelas de aventuras como Jules Verne, Robert E. Howard o Edgar Rice Burroughs, que incluso protagonizaron resurrecciones editoriales y múltiples adaptaciones modernas de sus obras. De hecho, fuera del ámbito latino, rara vez se le tiene en cuenta, y ojalá esa nueva serie sirva para que esta circunstancia cambie.
Emilio Salgari fue un autor trágico con un final a la altura de esa vida de proezas inventadas, princesa rescatada de las fieras y travesías ficticias. Dejó un legado de historias maravillosas, pero una familia destrozada en la que dos de sus hijos también se quitaron la vida —Romero en 1931 y Omar en 1963—, mientras que Nadir falleció en un accidente y Fátima a consecuencia de una tuberculosis.
En la casa de Turín en la que vivió existe una placa que reza: «Entre estas paredes, Salgari vivió en la pobreza mas absoluta, poblando el mundo de los personajes nacidos de su imaginación inagotable, fiel a un ideal caballeresco de lealtad y valor. Debido a que los italianos no olvidan su genio aventurero y su doloroso calvario, la revista Mar italiana realiza este recordatorio. Turín, 30 de abril de 1959».