Se cumplen hoy 150 años de la muerte de Jean Eugène Robert–Houdin, el personaje más significativo de la magia moderna, a la que sacó de los mercadillos y llevó a conquistar los teatros. Además investigó en maquinaria y electricidad, y su papel fue decisivo en el desenlace de una guerra. Gozó de fama y reconocimiento, vivió una existencia plena y solo una neumonía pudo acabar con él.
Relojero, constructor de autómatas, descubridor de charlatanes y, sobre todas las cosas, el padre de la magia moderna. Si hoy en día tenemos la imagen típica de un mago vestido con frac y realizando sus trucos en el escenario de un teatro, se lo debemos por entero a Robert–Houdin.
Pero además, si finalmente no hubo guerra en Argelia en 1856, también fue gracias a él, cuando «embrujó» a los líderes rebeldes para que perdieran su enorme poder sobre las masas. Y así fue como el levantamiento armado se esfumó.
Una vida apasionante que daría para cientos de libros.
Jean Eugène Robert nació en 1805 en la ciudad francesa de Blois, a orillas del río Loira y próxima a Orleans. En esa hermosa ciudad, por cuyas tierras habían caminado personajes tan célebres como Juana de Arco —precisamente conocida como «la doncella de Orleans»—, pasó Jean Eugène sus primeros años de vida, a continuación estudió en la Universidad de Orleans y empezó a trabajar en la relojería que regentaba su padre. Él deseaba ser relojero, mecánico o inventor, o las tres cosas juntas, y pronto despuntó en la fabricación de dispositivos mecánicos movidos por agua y poleas. Su padre prefería que fuera notario, pero enseguida tuvo que rendirse al genio creador del muchacho. Jean Eugène se casó con Cecile Houdin, la hija de un afamado relojero parisino, y todo parecía indicar que su destino había quedado sellado. Empezó a usar el apellido compuesto Robert–Houdin y mantuvo siempre una excelente relación con su suegro, que además era otro apasionado de la mecánica, habiendo participado en la creación de diversos dispositivos. Con Cecile formó una familia estable, viviendo en París y trabajando en la relojería de su suegro.
Pero nada de esto fue por lo que Jean Eugéne pasaría a la Historia. Alrededor de 1825, el joven compró unos grandes volúmenes de relojería que pretendía estudiar con entusiasmo, el Tratado de relojería del maestro suizo Ferdinad Berthoud, pero en su lugar, por un error del librero, se llevó a casa una obra titulada Enciclopedia de divertimentos científicos, un listado de trucos de magia explicados para neófitos. En aquella época, la magia era una disciplina oscura en la que sus practicantes afirmaban poseer auténticas capacidades sobrenaturales y con ellas engañaban a la gente y le robaban su dinero. Los magos parecían más bien hechiceros de aldea, vestidos con trajes estrafalarios y actuando en ferias locales ante un público desconcertado. La enciclopedia que Jean Eugène leyó era un intento honesto de desvelar los trucos de la profesión y desenmascarar a esos timadores —más o menos como había hecho Reginald Scot en 1584 con la publicación de The Discoverie of Witchcraft—. Así pues, el joven relojero quedó maravillado con aquel arte de hacer prodigios, lo cual además entroncaba con su ilusión por los mecanismos, la recién descubierta electricidad, el magnetismo y la automaticidad.
Así fue como decidió que en adelante sería mago, pero un mago diferente, un caballero francés vestido con un frac, no un charlatán de feria. Practicó sin descanso, estudió con los expertos de su época y añadió sus propios conocimientos mecánicos. Debutó en 1845 en unas dependencias que habían pertenecido al cardenal Richelieu y que él convirtió en teatro. Su éxito fue monumental, llevando la magia al nivel de espectáculo elegante que conocemos hoy en día. Junto a su suegro, practicó la fabricación de autómatas, por los que obtuvo la medalla de plata en la Exposición Industrial Francesa de 1844. Uno de sus trucos de magia más famosos, «el árbol de naranjas», era precisamente un autómata, que luego fue homenajeado en el libro Eisenheim el ilusionista, de Steven Millhauser, y en la película que lo adapta, El ilusionista (2006), de Neil Burger. «La suspensión etérea» y «el cajón ligero y pesado» fueron otros de sus trucos más reconocidos. Se le atribuye, además, la invención del cuentakilómetros, el interruptor eléctrico y el despertador.
La fama de Robert–Houdin, como ya acostumbraba a llamarse, fue prodigiosa, hasta el punto de que su manera de realizar la magia pasó a ser tomada como canon y en adelante todos los magos actuarían con un estilo semejante.
Pero sin duda la hazaña por la que más sería recordado tuvo lugar en Argelia en 1856. El emperador Napoleón III temía la insurrección de un grupo de musulmanes guiados por los mulá o expertos en el Corán, que se atribuían poderes sobrehumanos con los que pretendían derrotar a los franceses. De modo que el Ministerio de Asuntos Exteriores decidió que, si alguno de sus hombres tenía que enfrentarse con magos, nadie mejor que Robert–Houdin. Este aceptó encantado y ese mismo año se trasladó a Argelia para retar públicamente a aquellos temidos revolucionarios. El evento fue seguido por toda la población: el prestidigitador realizó su espectáculo y afirmó que su magia era mucho más poderosa que la de los mulá. Escenificó dos trucos inolvidables: «el cajón ligero y pesado» —en el que primero él levantaba del suelo un cajón extremadamente liviano y luego retaba a que hiciera lo mismo uno de los mulá, que se mostraba incapaz de hacerlo: nadie sabía que el cajón escondía en su fondo un electroimán, que Robert–Houdin conectaba y desconectaba a placer, e incluso se permitió el lujo de soltar unas cuantas descargas eléctricas a sus rivales cuando pretendían desafiarle— y «la bala marcada» —uno de los números más espectaculares y peligrosos: sus enemigos pretendían matarlo de un disparo, mientras que él simulaba apresar la bala entre los dientes—. El éxito fue apoteósico: los mulá huyeron despavoridos ante la gran magia del francés, que no tuvo reparos en demostrar que lo suyo no era magia auténtica, sino solo trucos con máquinas. De este modo hundió todavía más la imagen de sus enemigos y acabó con toda la insurrección sin derramar una sola gota de sangre. El Gobierno francés quiso premiarlo con la suma de diez mil francos, pero él declinó la oferta alegando que lo había hecho por su país.
Robert–Houdin se retiró a una casa de campo junto a su ciudad natal y siguió desarrollando autómatas, perfeccionando sobre todo el trabajo en las granjas gracias a la aplicación de maquinaria. También escribió diversos tratados, en los que pretendió legar los enormes conocimientos que había adquirido.
Falleció en 1871 a causa de una neumonía. Su teatro siguió abierto durante medio siglo más, ofreciendo espectáculos elegantes y vistosos que afirmaban desde el primer momento estar completamente desprovistos de poderes y tratarse, tan solo, de la habilidad de un hombre para engañar a los sentidos de su público. Como él mismo decía: «un mago es un actor que hace de mago».
El legado de Robert–Houdin es inmenso. La magia no habría sido lo mismo sin él. Incluso el famoso escapista Erik Weisz decidió llamarse Harry Houdini en su honor.
Si hoy en día disfrutamos con un truco de magia, si soñamos con que alguien pueda cortar a otra persona y luego recomponerla, o volar, o hacernos creer en otro mundo, es porque una vez hubo un hombre que consiguió evitar una guerra utilizando solo un frac y un cajón imantado.