Y llegó un año en que no hubo lluvias, ni se acercaron las nubes al oasis. Cundió el horror entre las tribus, pues su forma de vida estaba condenada al desastre. Sin la presencia de Lul, el agua, las tribus morirían lentamente, la vegetación se desecaría y por fin aquel lugar sería derrotado por el desierto. Las historias de hazañas y viajes se olvidarían e incluso el hecho de que alguna vez existiera un pueblo asentado en aquella región sería borrado por el viento y la arena.
Los nómadas preguntaron a sus hechiceros, pero estos no tenían respuesta a lo que estaba pasando, de modo que consultaron a la única persona que estaba por encima incluso de los hechiceros de Zerzura: la sibila, la bruja del oasis que podía ver el futuro en lo más profundo de su espejo mágico.
Así fue como dio comienzo el ritual que motivó esta historia.
—Guardad silencio —les ordenó la sibila con sus manos sobre el vientre de Bara, el venado—. La magia de los primeros hombres nos rodea.
El resto de la tribu comprendió. Los nómadas se miraron los unos a los otros y no dijeron palabra mientras la joven bruja caminaba al interior del círculo de menhires de piedra, bajo el rostro completo de Goro, la luna. La acompañaba su aprendiz, la niña llamada Espuma de Mar, sobre la que apoyaba su mano derecha. En la izquierda sostenía un largo báculo de madera rematado por la cabeza de una serpiente: era el cayado de la diosa Mehen, con el que se decía que el propio Moisés había separado las aguas del mar Rojo y que el rey Salomón lo había empleado para combatir demonios.
Constituía el símbolo más claro de su lugar en el mundo: ella era la adivina, el nexo de unión entre el poblado y sus dioses. Por esa razón vestía con pieles de serpiente, símbolo de la magia de la resurrección. A diferencia de los nómadas, ella no provenía de Zerzura, sino de Nubia, como demostraba su piel oscura y brillante, cubierta de una infinidad de inscripciones mágicas que se había ganado a lo largo de su vida, unas con el fin de aumentar su poder, otras como castigo. Solo ella podía descifrarlas, pues eran parte de la relación secreta que mantenía con los dioses.
Tras la sibila y su aprendiz, dos esclavos tiraban de la carreta en la que descansaban los restos de Bara. Y un paso por detrás confluía desde todos los rincones una masa expectante de guerreros zerzura, con sus largas capas que los envolvían por entero, sus hojas de hierro, sus collares de piedras preciosas, sus velos y turbantes. Eran más incluso que simples nómadas: ellos eran los grandes señores del Pueblo de la Marea, como denotaba la espiral de plata que llevaban grabada en la frente, y que se conoce como el símbolo de Jhebbal Sag.
—Hoy consultaremos a los dioses —siguió hablando la joven, más hacia el infinito que hacia los otros hombres— con la esperanza de que quieran dedicarnos su atención.
Llamaban a aquel lugar la Isla de los Primeros Navegantes. Una hilera de menhires pintados de colores llamativos delimitaba un amplio espacio con un altar en su centro. Los altos monumentos funerarios mostraban dibujos de tiempos anteriores a los faraones de Egipto. Escenas de caza de grandes bestias que ya no existían, del pastoreo de las primeras reses, de cuando los hombres aprendieron a cultivar la tierra y a descubrir su porvenir en las estrellas. No habían sido los zerzura quienes erigieron aquel monumento a la historia de la ḥammāda, pero ahora les pertenecía.