Los esclavos les ofrecieron té, dátiles y cordero asado. Los poetas deleitaron a las comitivas con sus canciones y contaron algunos chistes sobre un cabrero enamorado de sus animales o un diablillo que pretendió engañar a un zerzura sin conseguirlo. La fiesta del akasa podía llegar a durar más de un mes, tanto como se prolongasen las lluvias, que buena falta les hacían.
Sin embargo, en aquellos días no hubo nada que celebrar.
Desde muchas lunas atrás, el cielo había permanecido siempre limpio, sin una sola nube sobre sus cabezas. Ara, el rayo, no rompió su paz durante la noche; ni Pand, el trueno, se dedicó a asustarlos a ellos ni a sus animales. Finalmente Lul, el agua, no llegó, por mucho que la esperaron.
A pesar de la buena disposición de las tribus, que acarreaban semillas para plantarlas en la tierra fertilizada por la lluvia, ese año no cayó ni una gota. Nunca había ocurrido algo así. La estación seca continuó más allá de lo esperado y no pudieron sembrar. Se avecinaba un desastre. Morirían de hambre por cientos, se quejaban; solo les aguardaban desgracias, que serían aún más preocupantes en las siguientes estaciones. Las ancianas pronosticaban la muerte para todos ellos, al tiempo que cada brujo realizaba sus propios encantamientos para recuperar el favor de los dioses.
Pero les correspondía a los anfitriones dirigirse a estos. Como susurraban los mayores cuando se reunían junto a los fuegos, el Pueblo de la Marea debía investigar el hecho que había ofendido a los espíritus de la arena de una forma tal como para que descargaran sobre ellos su rabia. Igualmente, tenían que averiguar cómo restituir el orden natural del Universo antes de que la hambruna y la sed se abatieran sobre la población.
Decían que la sibila había llevado a cabo largos viajes hacia el sur en busca de soluciones, también se había comprometido a dedicarle al dios Min el sacrificio de Bara, el venado, tal como marcaba la ley. Ahora los otros patriarcas esperaban ansiosos fuera de su cabaña, mirando al cielo y discutiendo entre ellos qué estaría viendo la bruja en el interior de la bestia.
Pero la sibila ya no dijo nada más, por lo que el patriarca comprendió que la reunión había terminado.
—Partiremos en cuanto termine la fiesta del akasa —decretó—. Si otras tribus desean acompañarnos para combatir a la serpiente del caos, serán bien recibidas en nuestra caravana. Aquellas que no lo deseen se convertirán en enemigas.
Como correspondía a su rango dentro de la tribu, él fue el primero en abandonar la cabaña. Cuando apartó la piel de dromedario, una ráfaga de aire tibio refrescó el ambiente del lugar. Se detuvo en aquel mismo punto y respiró hondo, con los ojos cerrados, ignorando a aquellos que aguardaban sus palabras.
Era noche cerrada en el oasis de Zerzura. Diente de Tiburón miró el borde reseco del lago, que había ido retrocediendo hasta casi extinguirse. El viento llegaba hasta él marrón y áspero, sacudiendo las palmeras, cuyas hojas parecían quejarse de una sed infinita. Nunca había ocurrido algo así en todos los años que llevaba gobernando la tribu, y era consciente del peligro que corrían los suyos.
Detrás del patriarca, los nómadas salieron en tropel.