El primero en hacerlo fue Driza, su mano derecha. El consejero echó a correr y lo sujetó por los hombros, dejando a su espalda la algarabía de los nobles.
—Mi señor —dijo en voz baja—, sé que hacéis lo debido, pero llevaréis a nuestra gente a una masacre. Este siempre ha sido un lugar de encuentro para todas las tribus de los zerzura. ¿Y ahora? ¿Obligaréis a formar bandos?
Diente de Tiburón lo observó con mirada grave.
—Somos el pueblo que vive en el infierno —respondió con dureza—, y para lograrlo no contamos más que con nuestras tradiciones, que nos han enseñado a ser más hábiles que los espíritus del desierto. De no ser por ellas, los zerzura ya habríamos desaparecido. De modo que, mientras yo sea el patriarca del Pueblo de la Marea, seguiremos la antigua ley, que nos llama a enfrentarnos a la diosa Histah, aunque para ello tengamos en contra a toda la humanidad. Es lo que nos corresponde. Somos zerzura. Yo no tengo capacidad para cambiar eso.
Después se dirigió a los suyos y ya no hubo vuelta atrás.
El oasis de Zerzura ardía en expectación. Las tribus se arremolinaban en torno a la cabaña encabezadas por sus respectivos patriarcas. Diente de Tiburón los miró uno por uno sin abrir la boca. Todos sabían que no le correspondía a él anunciar lo que habían revelado los dioses. Los esclavos arrastraron sobre la misma carreta el cuerpo de Bara, el venado, y lo depositaron sobre las brasas encendidas. Al otro lado, sin mezclarse, los nobles debatían con sus patriarcas la manera de resolver aquella cuestión.
Cada tribu se organizaba como una gran familia que compartía los bienes más preciados con una estructura rígida: a la cabeza se hallaba siempre el patriarca, que había ganado el puesto por combate; un peldaño más abajo estaban los ilelán o nobles del desierto, encargados de procurar la caza para todos; la siguiente casta era la de los imrán o vasallos, que cuidaban del fuego; y en el último escalón permanecían los iklán o siervos, que se encargaban del bienestar de los animales y cumplían todas las tareas que les encargasen. Estos últimos solían ser negros, capturados en el sur o comprados a alguno de los muchos esclavistas árabes que recorrían el desierto.
Así era como los zerzura habían vivido desde siglos atrás, y también de esa manera se situaban durante las largas travesías por las llanuras pedregosas: cada casta ocupaba su lugar en el Universo. No había otra opción. Si alguien pretendía saltarse ese orden, debía convocar el llamado Juicio de las Hogueras, que permitía desafiar a la tribu al completo. Pero, mientras tanto, la escala social estaba grabada en piedra.
Por ello, Diente de Tiburón caminó frente a la multitud y se dirigió tan solo a la hoguera en torno a la cual se habían reunido los otros patriarcas. Su cometido era dirigirse únicamente a ellos cuando la sibila diera su mensaje, para que este se fuera transmitiendo de arriba hacia abajo a través de cada uno de los pueblos. Eso en función de lo que ellos decidieran, por supuesto. Ni siquiera él, con su elevada posición como señor del oasis, podía asegurar en ese momento cómo iban a reaccionar las demás tribus.
La figura decisiva en ese asunto iba a ser la bruja.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»: