—¡Yo os maldigo, Pueblo de la Marea! —le gritó Piel de Leopardo—. Cuando os marchéis, mi gente se hará con el control de este oasis y juro por Alá que lo defenderemos con nuestra propia sangre, para que nunca tengáis un lugar al que volver. Estaréis malditos en cualquier región del desierto, ninguna tribu os dará cobijo y moriréis de hambre y de sed por culpa de vuestra arrogancia.
La sibila hizo un gesto a su aprendiz para que se marchasen también de vuelta. Cuando pasó junto a Piel de Leopardo, se giró hacia él y, con una expresión fatalista, le dijo:
—Da igual cuánto nos maldigáis, pues todo está decidido: la serpiente del caos vuelve a su casa y vuestras vidas serán las primeras que se cobre. —El patriarca intentó rebatir, ante lo cual la bruja levantó una mano para acallarlo—. No te estoy amenazando. Yo no soy una guerrera, sino una profeta, de modo que solo transmito lo que me revelan los dioses… y os puedo asegurar que ellos también están aterrorizados.
Un escalofrío atravesó la reunión de las hogueras, pero en la práctica no hubo más diálogo.
Así fue como el Pueblo de la Marea abandonó su hogar. Aquellos zerzura llevaban generaciones viviendo en torno al lago, rezando cada día para que las nubes se acercasen. Con el tiempo se habían convertido en cazadores de lluvia, cuando salían a recorrer la ḥammāda en busca de signos de humedad. Habían desarrollado una habilidad portentosa: inspeccionaban el musgo en las piedras, la migración de los animales o la dirección de las raíces de los árboles. Cualquier hallazgo les servía para adivinar si llegaría o no la bendición caída del cielo. Lul, el agua, era un espíritu huraño y poco generoso al que dedicaban todas sus oraciones.
Pero ahora, siglos después de que colonizaran el oasis, tenían que marcharse.
Como siempre, era Diente de Tiburón quien encabezaba la comitiva. El patriarca montó en su poderoso dromedario, sobre cuyo lomo descansaba un palacio digno de un rey. Jinete y montura vestían sus ropas de viaje, mucho más austeras que las que solían emplear en el oasis. Armas colgadas de la silla de montar, un odre de piel de cabra lleno de agua y la mirada fija en el horizonte: esas constituían, en realidad, sus únicas posesiones, y a él le parecía bien.
Era un zerzura. Su vida le pertenecía al desierto y no esperaba otra cosa. Pero, más allá de eso, por primera vez en todos sus años tenía un propósito, una misión que trascendía sus tareas cotidianas con los animales y la lluvia. Ahora tenía hacia dónde viajar y por qué.
La amenaza de la serpiente del caos ponía en juego toda su existencia, el mundo en el que había vivido desde siempre. Pero ellos conocían la verdad, sabían el modo de enfrentarse al peligro. Aunque quizá no todos regresaran del viaje a los Reinos Negros.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»: