En segundo lugar, justo detrás de la figura del patriarca, se situaban los ilelán o nobles de la tribu, señores de sus clanes familiares, con una devoción fanática por su pueblo. Allí estaban guerreros tan afamados como Sotavento, Aleta Gris, Driza o Atardecer, que habían luchado junto a él durante años. Diente de Tiburón habría confiado su vida a esos hombres, igual que hacían los nobles con su señor. Solo esas personas escogidas podían empuñar la espada takouba, que aprendían a forjar desde pequeños. También memorizaban las rutas que recorrían la ḥammāda, los secretos del cielo y cómo domar a los animales, pues de ellos dependía la obtención de caza para alimentarlos a todos.
El siguiente grupo era el de los imrán o vasallos, que se vestían con túnicas baratas, sandalias y turbante, muchos de ellos sin velo. No les estaba permitido utilizar ropas ceremoniales ni empuñar armas de hierro, bajo amenaza de expulsión inmediata de la tribu. Su tarea consistía en cuidar el fuego para que la carne se pudiera cocinar. No podían casarse con miembros de otra casta y dependían siempre de un noble, que estaba obligado a proteger a su familia. Nacían y morían como vasallos y así entendían que debía ser, pero aun así algunos habían conseguido hacerse un nombre, como Ojos de Imbornales o Deriva. Hombres valientes dispuestos en todo momento a luchar por su casa.
En último lugar viajaban los iklán o esclavos. La riqueza de una tribu se medía por los esclavos y los dromedarios que poseía, ya que, sin unos u otros, nadie podía sobrevivir en Zerzura. Los esclavos vigilaban los animales, les daban de comer y limpiaban sus desperdicios. También ordeñaban las cabras y elaboraban quesos; desollaban a los dromedarios muertos para curtir su piel; preparaban la carne de caza para elaborar la comida de todos; y en general obedecían cualquier orden proveniente de las otras castas. El líder de esa gente era un coloso de piel oscura al que todos conocían como Bolgani, el Gorila, un ser primitivo y de pocas palabras que, sin embargo, se había ganado el afecto del grupo.
En aquel tiempo, por los caminos de Zerzura viajaban numerosas rutas comerciales cuya principal fuente de riqueza eran los esclavos negros. Transportaban multitud de productos valiosos, pero sabían que no había nada con tanto margen de beneficio como los esclavos. Grandes compañías de mercenarios árabes viajaban al sur, a los Reinos Negros, y volvían con cientos de hombres, mujeres y niños atados a una cadena. El Pueblo de la Marea solía quedarse algunos cada año en compensación por la hospitalidad que brindaba a las caravanas. Recibían buen trato y en ocasiones, como le había ocurrido a Piel de Leopardo, podían ganarse la libertad.
—¿Estáis bien, mi señor? —preguntó el consejero Driza conforme se alejaban del oasis—. Sé que habíais tenido un gran afecto por el patriarca del Pueblo de la Sal.
Diente de Tiburón no aminoró el paso de su dromedario, simplemente le dedicó a Driza una mirada triste.
—Lo tuve cuando los dos éramos jóvenes —respondió—. En esa época incluso lo llamé hermano. Ahora es un completo extraño para mí. Supongo que alcanzar el poder le ha valido más que mantenerse a mi lado.
El consejero lo observó con preocupación.
—¿Entonces qué ocurrirá con el Pueblo de la Sal cuando se alce la diosa? ¿Querrán seguir compartiendo la hoguera con nosotros?
El patriarca se encogió de hombros.