—Te lo agradezco, sibila. Intentaré estar a la altura de lo que el Pueblo de la Marea espera de mí.
Lentamente, la tribu recorrió la ḥammāda. Paso a paso, un centenar de dromedarios atravesó la llanura donde nada crecía, de suelo rojizo y pulido por el viento, sin mirar una sola vez más a lo que dejaban a su espalda. El Pueblo de la Marea enfiló el camino del sur en pos de un rastro que se perdía en la inmensidad de su historia. La larga caravana guio a sus animales a través de rutas que nadie más conocía, siguiendo los ueds o cauces secos. Los zerzura atravesaron el desierto a través de profundos cañones que habían formado los ríos de la Antiguedad, porque sabían que allí podrían cobijarse del viento y las fieras. En su seno hallaban siempre algunos grabados en las piedras que les servían de referencia: eran espirales incompletas que habían dejado sus ancestros largo tiempo atrás. La prueba de que esa travesía había sido predicha por las antiguas sibilas.
Aun así, solo ellos se atreverían a una hazaña semejante, pues desde niños memorizaban cada piedra, cada loma y cada despeñadero de esa región salvaje que consideraban su reino. De hecho, aquellos jinetes avanzaban siempre con los más jóvenes en vanguardia, acompañados por rastreadores veteranos como Sotavento o Aleta Gris que les explicaban todo lo que debían saber de la ḥammāda. Los nómadas empleaban los cuentos para transmitir la sabiduría de la tribu, con el fin de que no los olvidaran nunca y algún día, a su vez, se los pudieran legar a sus hijos.
Viajaron paralelos a la cordillera de Jhebbal Sag, cuyos picos hacia el norte eran los farallones que rodeaban su hogar. Altos muros de piedra cortaban el desierto por oriente, con vértices agudos blanqueados de nieve. Su aparición era tan brusca con respecto a la llanura que las leyendas afirmaban que no se trataba de montañas, sino de los huesos pelados del propio rey, vencido por sus hermanos en una antigua guerra y abandonado allí para que se pudriera. Algún día, Jhebbal Sag regresaría para buscar venganza, cantaban los bardos; su cuerpo se alzaría de la arena del desierto y nada de lo que ellos conocían volvería a existir. Por suerte para los zerzura, el tiempo no pasaba a la misma velocidad para los hombres que para los dioses, cuyos latidos duraban generaciones enteras. Por eso la llanura parecía inmutable, aunque no lo fuese. De tal circunstancia se valían los nómadas para memorizar los accidentes del terreno, antes de que los dioses se movieran y cambiaran el aspecto del mundo.
El desierto era salvaje con cualquier forma de vida, por lo que necesitaban conocer con exactitud el trazado de los caminos y, sobre todo, la ubicación de los pozos de agua, tan escasos que pueblos enteros se habían matado los unos a los otros por su posesión. Podían emplear jornadas enteras en encontrar un determinado agujero en el suelo del que sabían que brotaba agua, con la conciencia de que todos ellos morirían si se lo pasaban de largo.
De día, el sol castigaba su piel, por lo que cubrían cada resquicio de ella con holgadas túnicas de color terroso. En la cabeza llevaban grandes turbantes que denotaban su posición en la tribu, de los que colgaban cinchas de colores variados. El rostro lo protegían con el tagelmust, el velo sagrado de los zerzura, que solo se retiraban en presencia de su familia más íntima. Esa prenda, que se originó de la necesidad de resguardarse del viento y la arena, había adquirido con los siglos una connotación religiosa, pues los nómadas creían firmemente que sin ella dejaban expuesta su alma y cualquiera se la podría arrebatar.