El viaje se prolongó durante tantas lunas que algunos llegaron a desesperarse, pero nunca lo expresaron en alto. Por mucho que cabalgaran, siempre había otra llanura, otro montículo. El camino seguía serpenteando durante muchas jornadas más, lo que hizo que la fe empezara a fallarles. Pero el liderazgo del patriarca mantuvo unida a la tribu incluso en los momentos de penalidades más duras. Los últimos tiempos fueron verdaderamente horribles, cuando se aventuraron en regiones que desconocían. Sintieron el miedo de cabalgar por territorios que no tenían nombre, pues nadie había estado allí nunca para ponérselo. Ignoraban dónde podrían encontrar agua, por lo que intentaron administrarla lo mejor posible. Les costaba mantenerse erguidos sobre su silla y los ojos quedaban ciegos por el brillo del sol en las rocas.
Pero llegó un momento en que alcanzaron su objetivo. O por lo menos la senda se acababa allí: en el Rompeolas. La Tierra sin Sombra se deshacía ante ellos, se volvía pálida hasta llegar a los pies de una alta pared de árboles grisáceos. Las copas formaban una masa compacta de vegetación que flotaba muy por encima de la cabeza de los hombres. Las ramas parecían dedos de gigantes que se retorcían de una manera grotesca. Más allá vislumbraron un sinfín de colores entremezclados: verde, rojo, azul, dorado y marrón. De las nubes caía una lluvia fina que hacía brotar el calor de la tierra en forma de un vapor espeso y blanco, por lo que desde lejos parecía que toda la tierra estuviese ardiendo.
El asombroso silencio que había en la ḥammāda contrastaba con la cacofonía monstruosa de aquel lugar: ruidos de seres deformes que se arrastraban por el suelo, de gargantas bestiales que chillaban su rabia, de cuerpos menudos que aleteaban entre las copas de los árboles. Pero ellos no podían distinguir nada de eso, solo lo oían. Para ellos, aquel extraño paraje estaba completamente quieto, como un campo de batalla antiguo.
Diente de Tiburón se adelantó a la tribu y contempló aquella atrocidad sin bajar de su dromedario. Ellos solo conocían el desierto, por lo que esa imagen exuberante le pareció obra de algún demonio, como los espejismos que confunden a los viajeros de las dunas. No podían existir árboles tan altos, no podía haber hojas tan verdes ni vegetación que inundara el suelo y la madera de los troncos. ¿Cómo era posible?
En realidad, el patriarca sí sabía lo que estaban contemplando, aunque no lo hubieran pisado nunca: los esclavos negros hablaban de un reino legendario en lo más profundo del continente del que habían salido sus ancestros. Lo llamaban la Selva sin Nombre, lo que pronunciaban con un respeto sagrado. Los esclavistas del río Isis capturaban allí a pueblos enteros con el fin de venderlos por toda la costa de Berbería y, desde sus puertos, a tierras lejanas de las que ellos apenas habían oído hablar.
Cuando los esclavos del Pueblo de la Marea vieron desde lejos la patria que tantas veces habían añorado, se quedaron sin palabras.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
- Uno
- Dos
- Tres
- Cuatro
- Cinco
- Seis
- Siete
- Ocho
- Nueve
- Diez
- Once
- Doce
- Trece
- Catorce
- Quince
- Dieciséis
- Diecisiete
- Dieciocho
- Diecinueve