Diente de Tiburón ordenó parar la marcha. Llevó su dromedario hasta una atalaya de piedra que ofrecía una amplia vista de la arboleda con sus impenetrables murallas de troncos. Se detuvo en seco y pensó. Él no era un esclavo negro ni les debía nada, por lo que no sentía el más mínimo afecto por aquello. Para el patriarca, heredero de una antigua familia de nómadas zerzura —ninguno de los cuales había conocido jamás algún territorio que no fuera la ḥammāda—, la selva constituía una aberración, una especie de entrada al infierno. Recordó los cuentos que oía de niño, cuando era él quien aprendía las rutas a través del desierto; recordó las historias sobre monstruos agazapados en las sombras, de fauces babeantes y pezuñas embarradas, que se divertían atemorizando a los muchachos zerzura para luego comérselos de un bocado. Miró hacia el frente, al incomprensible mundo que se alzaba ante él, y supo que no había nacido para caminar por la selva.
¿Qué monstruos habría al pie de esos árboles gigantescos u ocultos en arroyos tumultuosos? Si ya en la desolación de la ḥammāda había combatido con demonios entre los pilares de roca, ¿qué no habría en la Selva sin Nombre, donde los nómadas no podrían ver ni el camino que pisaran?
No, aquel era el hogar de hombres primitivos, no el suyo. Sin embargo, debían seguir adelante, pues aquella región constituía la frontera natural de los Reinos Negros, donde aguardaba la diosa.
—¿Qué haremos, mi señor? —preguntó Driza, al frente de los suyos—. Estamos esperando vuestras órdenes para avanzar.
Pero Diente de Tiburón no contestó una sola palabra. No podía mostrar debilidad ante su tribu o enseguida alguien lo desafiaría por el liderazgo en el Juicio de las Hogueras. Debía actuar como el árbol firme contra la tormenta, pero lo cierto era que en su interior estaba aterrorizado. Los sonidos llenaban su imaginación con más viveza que si en realidad pudiera ver a su enemigo: creía escuchar a seres reptando sobre un manto de hojas secas, peleando a la orilla de un río o devorando los cachorros de una madriguera.
—No duraríais ni un instante —les cortó la sibila—. No tenéis ni idea de lo que vive ahí dentro.
—¿Y quién lo sabe? —repuso el consejero, con fatalismo.
—Yo sí lo sé —dijo, no con arrogancia, sino con pesar—. Estuve largo tiempo en esa selva y no os lo recomiendo. Es el lugar más salvaje que existe. Yo logré salir de allí con dificultad, pero tuve que dejar atrás mi alma.
Los nómadas guardaron silencio. No habían oído nunca a la sibila hablar sobre la época anterior a que se uniera a la tribu, muchos incluso pensaban que no habría tenido importancia. Ahora, en cambio, todos la escuchaban con atención. El silencio se extendió sobre ellos con una sensación general de amenaza que no habían sentido hasta entonces. Pronto comprendieron que aquello que estaban viendo era el hogar de la muerte y la degradación.
Novela por entregas: «La senda de Jhebbal Sag»:
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