Se cumplen hoy 441 años de la proclamación de Felipe II como rey de Portugal, situación que motivó la unión de ambas Coronas dentro de un mismo imperio, aunque siempre mantuvieron independientes sus instituciones. La política de matrimonios pactados de los Austrias llegaba así a su máximo logro.
A lo largo de la historia, el territorio que hoy en día conforma Portugal ha sido transitado por muchos pueblos. Los iberos establecieron allí los primeros asentamientos, mientras que los celtas formaron una amplia cultura que, ya entonces, se relacionaba especialmente con la zona de la actual Galicia. En el siglo VII antes de nuestra era (ANE), los fenicios extendieron su hegemonía por todo el Mediterráneo y también por la Península Ibérica, sucedidos a partir del siglo III ANE por los cartagineses y, tras las guerras púnicas, por los romanos, que se asentaron allí de manera definitiva alrededor del año 200 ANE.
Por entonces se formó la provincia romana de Lusitania, que incluía las tierras entre el Duero y el Guadiana, Extremadura, Salamanca, Zamora, Toledo y Ávila. Su capital era Emerita Augusta y tomaba su nombre de los lusitanos, un pueblo prerromano —algunos expertos afirman que de origen celta— que resistió duramente a la invasión. De hecho, en las crónicas romanas están registrados como los más peligrosos de la Península Ibérica, por su fiereza, su habilidad en la guerra de guerrillas y su crueldad con los prisioneros, a los que sacrificaban a sus dioses. Uno de los primeros enclaves humanos en la región fue la ciudad de Cale, un amplio puerto en la desembocadura del río Duero al que los romanos bautizaron como Portus Cale, y de ahí el nombre que llevaría el país siglos después.
También proviene de aquel tiempo uno de sus símbolos más antiguos, el dragón verde o dragón lusitano, leyenda tradicional del Atlántico que luego se haría muy popular durante la Edad Media y llegaría a decorar el escudo de armas de la Casa Real.
En el siglo V de nuestra era (NE), toda Hispania resultó invadida por un conjunto de pueblos bárbaros provenientes del norte de Europa: vándalos, alanos y sobre todo visigodos, que formaron un reino sobre la antigua provincia romana. Su estructura se mantuvo a pesar del cambio de dueños y así los visigodos respetaron en gran medida las fronteras de Lusitania.
En el año 711, cayeron vencidos ante la fulgurante invasión musulmana, que dominó rápidamente la Península Ibérica y dividió esta en coras o territorios, con significativos puestos fronterizos llamados marcas en las zonas de contacto con los reinos cristianos. Estas marcas resultaron vitales para el mantenimiento de las costumbres y la economía durante el largo período de dominio musulmán, cuando los señores feudales de una religión u otra cambiaban de bando a la menor oportunidad que se les presentaba. El pago de impuestos o el dominio sobre una determinada región se convertían en motivo de disputa entre antiguos aliados o en la razón para establecer acuerdos nuevos. La más occidental de estas marcas fue la llamada Marca Inferior, que se correspondía en gran medida con lo que había sido Lusitania y tenía su capital en la ciudad de Mérida.
A comienzos del siglo XI, la formación de los reinos de taifas dio lugar en esta zona a la taifa de Badajoz, una de las más pujantes, dado que comprendía grandes vías de comunicación y la salida al Atlántico. Pero, para entonces, algunas de sus tierras ya habían cambiado otra vez de manos. En el año 868, Vimara Pérez, caudillo del reino de Asturias, fue enviado por su monarca, Alfonso III el Magno, a conquistar el valle del Duero y en concreto la ciudad de Portu Cale, con la que fundó el llamado Condado Portucalense, del que fue nombrado gobernador. Esta región, por tanto, pasó a depender del reino de Asturias y luego del de León, conforme los territorios se iban ampliando. Fue una época de esplendor creciente, de fronteras que avanzaban hacia el sur, de comercio y riqueza.
Los reyes se sucedieron hasta llegar a Fernando I de León, quien dividió sus amplias posesiones entre sus cinco hijos y englobó el Condado Portucalense en el reino de Galicia, que le correspondió a García —el cual habría de reinar como García II—. Pocos años después, su hermano, Alfonso VI de León —el de la Jura de Santa Gadea frente al Cid— acabó con toda oposición fraternal, reunió otra vez las posesiones de su padre y entregó el Condado Portucalense a sus dos yernos: Raimundo y Enrique de Borgoña, dos primos lejanos provenientes de una de las ramas secundarias de la Casa de los Capetos, oriunda de Francia. Ambos firmaron un pacto para enfrentarse al rey y declarar la independencia de sus tierras, hecho que no lograron completar, pero sí que pudieron legarlas al pequeño Alfonso Enríquez, hijo de Enrique de Borgoña y de Teresa de León, y por tanto nieto de Alfonso VI. Él habría de ser, después de un período de regencia de su madre, el primer rey de Portugal, Alfonso I, quien obtuvo el reconocimiento en el año 1139 y bula papal a título de rey en 1179. Así comenzaría su existencia la Casa Real de Portugal, que habría de perdurar en el tiempo hasta la proclamación de la República Portuguesa en 1910.
La Casa de Borgoña se mantuvo en el trono hasta el año 1383, cuando la muerte sin herederos varones de Fernando I el Hermoso llevó a una guerra civil y a la coronación de su hermano bastardo, Juan de Avís, proclamado Juan I de Portugal. Este hecho daría inicio a la Casa de Avís, que reinó hasta 1580.
En todo ese tiempo, y en general hasta que desapareció la monarquía portuguesa, nunca volvieron a reunirse todos los territorios que conforman la Península Ibérica, salvo por un breve período de 60 años, entre 1580 y 1640, que es el que ha motivado este artículo.
Intentos de reunificación no faltaron, pues en aquella época era habitual que los herederos de las principales Coronas se casaran entre sí con el fin de crear grandes imperios en la figura de sus hijos. Así, la Casa de Borgoña desapareció en Portugal debido a un acuerdo matrimonial de este tipo. Beatriz de Portugal, hija del rey Fernando I, contrajo matrimonio pactado con Juan I de Castilla, lo que daba a este derechos sucesorios a la muerte de su suegro. Pero la oposición de las clases populares a la formación de un reino único llevó a un levantamiento armado que encabezó Juan, maestre de la Orden de Avís, futuro monarca portugués. Esta crisis se zanjó con la terrible batalla de Aljubarrota, en la que también colaboraron otras grandes potencias europeas: los franceses apoyaban a Castilla, mientras que los ingleses prestaron sus tropas a favor de mantener la independencia portuguesa, lo cual finalmente se produjo.
El siguiente gran plan de unificación vino por el matrimonio en 1455 entre Enrique IV de Castilla y su prima Juana de Portugal, del que nació Juana de Castilla, a quien planeaban casar con el príncipe Juan de Portugal, que llegaría a reinar como Juan II. Enrique era partidario de mejorar la relación con la Corona vecina y de fortalecer sus posesiones a través de uniones de linajes, pero sus planes se vinieron abajo por dos cuestiones: la oposición de la nobleza castellana —que incluso dudó de la legitimidad de Juana y se dedicó a esparcir el rumor de que en realidad era hija del valido del rey, Beltrán de la Cueva, por lo que la apodaban Juana la Beltraneja— y las aspiraciones al trono de su hermana Isabel —que en 1469 se casó con Fernando, heredero del rey Juan II de Aragón, y creó un frente común contra los derechos de Juana—.
De aquella unión matrimonial nació en la siguiente generación el reino de España, que bien podría haberse unido a Portugal de haber ocurrido las cosas de otra manera. Ofendida, Juana de Castilla terminó sus días en el monasterio de Santa Clara de Coimbra, donde pronunció sus votos en 1480, y posteriormente en el castillo de San Jorge de Lisboa, donde le ofreció cobijo el entonces rey Alfonso V, bajo la atenta mirada de los Reyes Católicos para que nunca volviera a reclamar sus derechos sucesorios.
Sin embargo, los acuerdos matrimoniales continuaron muchos años más. Isabel y Fernando casaron a su hija Juana con Felipe el Hermoso, duque de Borgoña, de los que nació Carlos, primer rey de España y fundador en 1516 de la Casa de Austria —rama de los Habsburgo, proveniente de Centroeuropa—. Y este, a su vez, se casó con Isabel de Portugal, segunda hija del rey Manuel I, que dio a luz a Juana de Austria, comprometida con su primo hermano, Juan Manuel de Portugal. Este último, príncipe heredero, nunca llegó a reinar por su temprana muerte a la edad de diecisiete años a causa de la diabetes que padecía. Aun así, le dio tiempo a engendrar un hijo, Sebastián, nieto de reyes por ambas vías y heredero directo del trono portugués.
Sebastián fue un muchacho endeble, enfermizo, con escaso vigor físico y tendencia a la postración, que los expertos achacan a varias generaciones de consanguinidad. Tampoco mostró ningún interés en contraer matrimonio ni continuar el linaje, mientras que sí mantenía relaciones homosexuales frecuentes con miembros de su corte. Ante la muerte de su padre dos semanas antes de su nacimiento, creció al cuidado de su abuela paterna, Catalina de Habsburgo, y de su tío abuelo, Enrique I, apodado el Rey Cardenal —pues había tomado los hábitos para mejorar las relaciones de la Corona con el papado—. A causa de la influencia de Enrique y, a través de él, de la Compañía de Jesús, Sebastián se consideró a sí mismo un cruzado de Dios y en 1578 creyó firmemente que debía liderar un ejército que derrotara a los musulmanes establecidos en Marruecos. Se trataba de una expedición poco razonada y con escasas posibilidades de victoria, por lo que todos a su alrededor trataron de quitarle la idea de la cabeza, pero fue imposible. Sebastián estaba convencido de estar llamado por Cristo a convertirse en su adalid en el norte de África e incluso desoyó los consejos de su tío, Felipe II, rey de España. Al fin y al cabo, era un muchacho de solo veinticuatro años, con nula experiencia en combate y sin herederos de su linaje, por lo que el desastre que se avecinaba sería terrible. Aun así, logró reunir una flota de ochocientas naves y unos veinte mil hombres, formada por una coalición de distintos reinos, entre ellos el papado.
Una vez en Tánger, debieron enfrentarse a unos setenta mil hombres proporcionados por el sultán de Marruecos, soldados profesionales con buena artillería que aniquilaron a las tropas portuguesas. Murieron unos ocho mil soldados del ejército combinado portugués y unos seis mil marroquíes que los acompañaban. Los principales nobles que iban al mando fallecieron o fueron hechos prisioneros —lo que supuso un enorme gasto a la Corona de Portugal en materia de rescates— y el propio rey Sebastián desapareció en el campo de batalla.
Existe la leyenda, propagada por sus defensores, de que aún sigue vivo y de que volverá para salvar el reino en su hora de mayor necesidad, como se dice del rey Arturo. Pero lo cierto es que el trono quedó vacío y el gobierno pasó a manos de su tío abuelo Enrique, que seguía siendo cardenal. Por ello, reclamó al papado que lo liberara de sus votos eclesiásticos para así poder contraer matrimonio y darle un heredero al reino, pero no le fue concedido, de forma muy oportuna. Esto llevó a una nueva guerra civil en la que se impuso Felipe II.
En 1580, Felipe reclamó su derecho sucesorio como hijo de Isabel de Portugal y por tanto nieto del rey Manuel I. Y, por si eso no era suficiente, también llevó sus tropas a invadir el país vecino bajo el mando del duque de Alba, que derrotó a sus opositores en la batalla de Alcántara. El 12 de agosto de 1580 fue coronado rey de Portugal, por lo que logró incluir esta en los ya formidables dominios de que disponía, resultado de siglos de matrimonios concertados, invasiones y descubrimientos. Con razón se decía que «en su imperio no se ponía el sol», ya que poseía tierras de un extremo al otro del mundo, incluyendo América, Europa, Asia y el norte de África. Fue, sin duda, el monarca más poderoso de su tiempo y por ello se ganó enemigos difíciles, sobre todo los ingleses y holandeses, cuyas guerras costaron miles de vidas y arruinaron las arcas españolas.
Sin embargo, y a pesar de algunos intentos de rebelión, su dominio sobre Portugal se mantuvo —aunque las instituciones de ambos reinos estuvieron siempre separadas y conservaron sus propios fueros—. Reinó como Felipe I de Portugal, pero no gobernó directamente, sino a través de un virrey, como una forma de respeto por la propia naturaleza de cada región. Era esta la manera de gestionar los asuntos que tenía el Imperio español, que de otro modo habría sido incapaz de dirimir cuestiones políticas en territorios tan alejados. Todo dependía, en último término, del Consejo de Portugal, que se encontraba en Madrid y respondía directamente ante el monarca. Pero, salvo para problemas de gran envergadura, el virrey en Lisboa contó siempre con independencia para tomar sus propias decisiones.
Dio comienzo así la dinastía filipina o tercera dinastía de Portugal, que sucedió a los Borgoña y los Avís. Felipe II legó el trono a su hijo, Felipe III —que reinó como Felipe II de Portugal— y este a Felipe IV —Felipe III de Portugal—, que habría de ser el último. Hacia 1640, las protestas por parte de los nobles portugueses crecieron debido a las frecuentes guerras de la Corona y a las pérdidas económicas y estratégicas que estas les suponían. Ingleses y holandeses seguían menoscabando la influencia española en todo el mundo y los portugueses no querían seguir siendo comparsas. El desencadenante de la separación definitiva fue la intención del conde duque de Olivares, valido del rey, de emplear a soldados portugueses para someter la rebelión de Cataluña, que contaba con el apoyo de Francia. Enseguida aprovechó la ocasión el cardenal Richelieu, a través de sus espías en Lisboa, que promocionaron la figura de Juan, duque de Braganza.
Ese mismo año de 1640, Juan encabezó una revuelta contra el monarca español, entró en la capital y se proclamó rey. La guerra fue inmediata y se prolongó durante años, hasta la firma del tratado de Lisboa en 1668. Terminaban así sesenta años de unificación de todos los territorios de la Península Ibérica, algo que no había ocurrido desde los tiempos de los visigodos.
Lecturas posteriores de estos hechos han demostrado que los portugueses perdieron enormemente en su unión con España, pues su gran imperio económico, fruto de la era de los descubrimientos, se vino abajo por las enormes pérdidas que trajeron las guerras y por el enfrentamiento con potencias que, en realidad, no tenían nada con ellos. Miles de soldados murieron en conflictos que no les pertenecían y con los que no ganaban nada.
La Casa de Braganza continuó en el trono de Portugal hasta 1910, momento en que la Revolución del 5 de Octubre estableció la Primera República Portuguesa. Pero esa ya será una historia para otro día.