Todos generamos pequeñas dosis de adrenalina en nuestra vida diaria. Además, hay personas que buscan actividades donde se genere mayor secreción de esta hormona y puedan alcanzar un estado optimo de bienestar. Ese el motivo por el que ven películas de terror, montan en las atracciones más peligrosas de los parques temáticos, conducen a gran velocidad o hacen deportes extremos. Sin embargo, un exceso puede producir serios efectos secundarios, entre ellos, la adicción.
La adrenalina, también conocida como epinefrina, es una sustancia hormonal del grupo de las animas simpaticomiméticas —las que estimulan el sistema nervioso— que viaja a través de la sangre para llegar a diferentes zonas del organismo y cumplir su tarea. Esta sustancia química se produce en las glándulas suprarrenales cuando nos enfrentamos a situaciones de estrés, nerviosismo o excitación.
La adrenalina produce mecanismos de supervivencia, pues nos prepara para situaciones en las que necesitamos estar especialmente activados tanto física como psicológicamente. Nos permite reaccionar ante un peligro de forma rápida de manera que: se dilatan las pupilas para recibir más luz y ver con mayor claridad a nuestro alrededor, se dilatan los vasos sanguíneos para evitar roturas y resistir ante ataques o accidentes, se moviliza el glucógeno para obtener la energía reservada en ciertas partes del cuerpo, aumenta el ritmo cardíaco para poder soportar grandes esfuerzos, y frena el movimiento de los intestinos para garantizar que la energía se concentre en los músculos.
La producción de epinefrina estimula la liberación de dopamina, una sustancia que produce una sensación de bienestar generalizado. Diversos estudios médicos han demostrado que las descargas leves de adrenalina resultan muy beneficiosas a nivel cerebral, que una dosis moderada puede ayudar a evitar la depresión y la tristeza. También se ha evidenciado que cuando se practica ejercicio físico, la liberación de adrenalina moviliza a un grupo de células que se comportan como antitumorales.
Sin embargo, si aquella se segrega en exceso puede producir serios efectos secundarios, entre ellos, la adicción. Hay personas que se hacen dependientes y se mantienen en una euforia permanente. Se vuelven adictas a realizar todo tipo de conductas atrevidas que, en muchas ocasiones, son imprudentes y ponen en peligro sus vidas. Incluso pueden llegar a desembocar en el llamado síndrome de Pontius, que provoca una alteración de la percepción del peligro, es decir, que las situaciones de alto riesgo lleguen a verse como actividades normales y nocivas para la salud.
La adicción a la adrenalina puede adoptar diferentes formas: además de la práctica de los conocidos deportes extremos como son el wingsuit o el puenting, se puede experimentar esa sensación de euforia a través de las cosas peligrosas o ilícitas como robar en un supermercado, irse sin pagar de un restaurante, tener sexo en lugares públicos, aguantar el mayor tiempo posible en la vía férrea antes de el tren llegue… Otra manera de adicción a la adrenalina se manifiesta a través del riesgo de dejar todo para el último momento: el pago de las facturas, la entrega de documentos importantes, las citas médicas, etc. Existen múltiples formas de mantener alerta al organismo y permanecer en un estado de tensión. Se trata de hacer que el cerebro busque de forma constante los límites de lo imposible.
Al igual que cualquier tipo de adicción, la de la adrenalina también tiene sus consecuencias, especialmente de carácter social y laboral, pues cierto tipo de actividades pueden deteriorar las relaciones con nuestro entorno y producir absentismo o rendimiento deficiente en el trabajo.
Desde una perspectiva psicológica, cuando se es adicto a algo o a alguien es porque se está intentando llenar un vacío interno. Del mismo modo que beberse una botella de whisky, fumarse una cajetilla de tabaco o pasarse horas delante de la mesa de póquer; mediante las descargas de energía también se busca calmar tal necesidad. Cuando esto es así, que lo que se pretende es cubrir una frustración o daño profundo, lo más conveniente es tratarlo con un especialista. En lugar de enfrentarse a situaciones de máximo estrés para camuflar el dolor y poner en riesgo la vida, conviene comprenderlo, aceptarlo y liberarlo de manera madura e inteligente.