Se cumplen hoy 248 años de la fundación del presidio real de San Agustín de Tucsón, del que se originó la actual ciudad de Tucson, en Arizona. La política de construcción de grandes fuertes militares nos dejó lugares muy significativos que han marcado la historia.
El Imperio español aplicó de forma sistemática la estrategia de plazas fuertes o presidios, que había aprendido del Imperio romano y que consistía en erigir castillos de frontera para salvaguardar a las tropas destinadas en lugares conflictivos, proteger a los pueblos aliados y evitar el avance de otros ejércitos. Con frecuencia se trataba de fortalezas de estilo sobrio, con altas paredes sin apenas ventanas y complejos sistemas defensivos, ya que su principal misión era resistir el asalto de tropas enemigas y no tanto iniciar una ofensiva por su cuenta, aunque esta se produjo en ocasiones, más como actos de guerrilla, en forma de incursiones nocturnas con batallones reducidos —las famosas encamisadas—.
Esta política acarreó un éxito considerable, de manera que la Corona ordenó la construcción de fuertes por todas sus posesiones de Berbería, Flandes, Filipinas y Nueva España, y trazó rutas de abastecimiento para dotarlos de objetos de primera necesidad, teniendo en cuenta que se hallaban al límite del territorio amigo y que no les iba a ser fácil conseguir dinero, alimento, ropa o municiones. Estos envíos fueron escasos en general, por lo que la vida en tales destacamentos se volvía un infierno —y la ausencia de cualquier lujo posible fomentaba las incursiones nocturnas—. Con el tiempo, no resultó fácil encontrar soldados para enviar a los presidios y el Ejército recurrió a convictos, a los que prometía conmutar su pena a cambio de un servicio que nadie quería. O, en otras situaciones, directamente los tribunales condenaban a servir en puestos de frontera durante un tiempo, igual que ocurría con un período atado a un remo en galeras. De ahí surgió la que ahora es la primera definición de presidio, según la RAE. En un principio se llamaron así porque presidían la zona en disputa, pero hoy en día todos entendemos por ese nombre al establecimiento penitenciario en que están recluidas las personas que han cometido algún delito.
Todo esto se puede aplicar al presidio real de San Agustín de Tucsón, fundado el 20 de agosto de 1775 por el coronel Hugo O´Conor, militar irlandés que había abandonado su patria debido a las escasas posibilidades que habría tenido allí debido a su condición de católico, y que obtuvo un enorme reconocimiento en el Ejército español, por lo que pronto fue destinado a Nueva España. Llegó a ser inspector general de las Provincias Internas, gobernador de Texas, comandante de la frontera de Chihuahua y, desde 1773, comandante inspector de presidios. En todos esos cargos se enfrentó con enorme habilidad a los ataques de los nativos y, entre 1775 y 76, lideró una guerra contra los apaches tras la que empujó a este pueblo hacia el oeste y protegió los asentamientos españoles. Fue en el transcurso de este conflicto cuando decidió erigir un fuerte en las proximidades del río Santa Cruz, cerca de la misión de San Agustín y del presidio de San Ignacio de Tubac. De hecho, fueron los soldados de este último lugar quienes levantaron unos precarios edificios rodeados por una empalizada de madera y le pusieron el nombre cristiano de San Agustín —en honor a la misión que tenían al lado— y el apelativo Tucsón —proveniente de la palabra Cuk Ṣon en lengua pima, el idioma de los nativos, y que significa «en la base del pico negro», en referencia a lo que hoy es la montaña Sentinel Peak, a cuyos pies se encuentra el valle de Tucson—.
De hecho, la principal misión del fuerte —entonces solo campamento— era resistir las frecuentes incursiones de los apaches, como la que sufrió en 1782 y que estuvo a punto de destruir el lugar para siempre. Pero esto no amilanó al capitán Pedro Allende y Saabedra, alcaide del presidio desde 1779 y que ese mismo año había derrotado allí a unos 350 guerreros apaches con solo quince lanceros españoles, en lo que se conoció como la batalla de Tucson. Allende financió por sí mismo la mayor parte del proyecto, de manera que el presidio pudo ser finalmente inaugurado en 1783 y realizó importantes labores de salvaguarda de frontera en los años sucesivos.
San Agustín de Tucsón pasó a ser mexicano tras la guerra de Independencia de México, que tuvo lugar entre 1810 y 1821, y estadounidense tras la llamada venta de la Mesilla, acuerdo firmado entre México y los Estados Unidos en 1853 por el que una franja del sur del territorio en disputa cambiaba de manos sin necesidad de nuevos enfrentamientos. Tres años después llegaron los soldados estadounidenses e hicieron suyo un fuerte que, en su mayor apogeo, no había albergado más de unos pocos cientos de ocupantes. La primera idea había sido construir un ferrocarril que atravesara los Estados Unidos de parte a parte a lo largo de su frontera sur, pero lo que realmente cambió el destino de Tucsón fue el descubrimiento en la zona de minerales preciosos. En poco tiempo se establecieron allí diversas compañías mineras y el lugar creció a una velocidad portentosa, lo que atrajo a pioneros, comerciantes, jinetes y también a forajidos que dieron lugar a las famosas leyendas del Oeste americano. Pero a la vez reavivó la guerra contra los Apaches, que se negaban a la expulsión de sus territorios ancestrales.
En 1886 se produjo la rendición de Gerónimo y, con ella, este presidio fue abandonado por completo en beneficio del cercano Fort Lowell. En 1918 quedaban tan solo unos pocos restos que terminaron demolidos, mientras a su alrededor la ciudad de Tucson se había convertido en la más poblada del sur de Arizona, actualmente con más de medio millón de habitantes. Solo ha sido a partir del siglo XXI cuando ha vuelto la preocupación por entender el pasado de esta zona y rendirle homenaje, lo que ha llevado a la construcción del Museo del Presidio de San Agustín de Tucsón, que ofrece a sus visitantes una recreación de época y multitud de datos sobre la historia de la región y las distintas etapas del presidio.
La historia de la humanidad está llena de decisiones puntuales sobre las que se toman otras decisiones y estas dan lugar a ciudades enteras. Los enclaves estratégicos en tiempos de guerra pueden convertirse en preciosas urbes cuando su gente vive en paz y dejar tras de sí un legado complejo del que podemos aprender, con todas sus miserias, sus alegrías, sus episodios vergonzosos y sus luchas por seguir avanzando siglo tras siglo.