Se cumplen hoy 56 años del día en que la población del Peñón pudo elegir entre continuar formando parte de la Corona británica o unirse a la España franquista. El resultado implicó a políticos, reporteros, espías y población civil de uno y otro bando.
Cuenta la leyenda que fue el semidiós Hércules quien separó con su fuerza los continentes de Europa y África cuando se dirigía a completar uno de sus últimos trabajos. En honor a esta hazaña, el estrecho recibió durante la época antigua un nombre tan sonoro como Columnas de Hércules, y muy cerca de allí, en las islas Gadeiras, se alzó una vez un templo dedicado a su leyenda —que, según parece, en realidad habían adaptado de uno más antiguo, de origen fenicio, dedicado al dios Melkart—. Otros decían que el fundador de Gadiro había sido Teucro, el arquero de Troya, y hasta que esa región era el último vestigio de la Atlántida.
Todas estas versiones demuestran el enorme interés que ha suscitado siempre la unión entre el Mediterráneo y el Atlántico. Interés de cara a la exploración de nuevos territorios —como en el periplo de Hannón—, al comercio —como en la ruta del estaño— y a la conquista militar, que en esta zona llevaron a cabo cartagineses, romanos, vándalos y visigodos. En el año 711 de nuestra era, se produjo a través de este punto la llegada de tropas musulmanas provenientes del norte de África, que terminaron con el reino visigodo de don Rodrigo y llevaron a la formación de Al–Ándalus. Al frente de esos guerreros bereberes se encontraba el general Táriq ibn Ziyad, que decidió ponerle su nombre al primer punto conquistado en la Península Ibérica: Ŷabal Tāriq, «Monte de Táriq». Y de ahí fue derivando hasta llegar al actual nombre de Gibraltar.
Fue un dominio del reino nazarí de Granada hasta el año 1462, cuando el duque de Medina Sidonia logró conquistarlo para los Reyes Católicos, y después aguantó los asaltos de argelinos y holandeses. La dinastía de los Austrias conservó el territorio de Gibraltar durante más de doscientos años, pero la guerra de sucesión española trastocó por completo esa historia. Tras la muerte sin descendencia de Carlos II de España, toda Europa se posicionó en favor de uno de los dos pretendientes: Felipe de Borbón, duque de Anjou —al que apoyaban la Corona de Castilla, el reino de Navarra y el reino de Francia, de donde él provenía—; o el archiduque Carlos de Austria —que contaba de su parte con la Corona de Aragón y el Sacro Imperio Romano Germánico—. Se trató de una verdadera guerra europea que afectó a las mayores potencias de su época, y que se saldó con la llegada al trono de Felipe V, primer rey de España perteneciente a la dinastía de Borbón. Pero para alcanzar ese acuerdo hicieron falta doce años de enfrentamientos y un conflicto civil en la Península Ibérica que aún tiene consecuencias a día de hoy.
Como parte de esa disputa sucesoria, en 1704 se produjo el asalto a Gibraltar a cargo de una flota conjunta inglesa y holandesa, formada por sesenta y una naves de guerra, nueve mil infantes, veinticinco mil marineros y cuatro mil cañones, a los que se unió un batallón de unos trescientos cincuenta soldados catalanes. Frente a ellos se encontraban unos defensores que no pasaban de cien soldados y unos cuatrocientos civiles armados. Pese a la enorme diferencia, estos últimos decidieron permanecer leales al bando borbónico y resistieron dos días antes de capitular. La bahía en la que desembarcó el batallón catalán es lo que hoy en día se conoce como Catalan Bay o Los Catalanes.
El Tratado de Utrecht, firmado en 1713–15, puso fin a la guerra a cambio de unas enormes concesiones: Felipe ascendió al trono, pero tuvo que renunciar a Gibraltar y Menorca, y también a su derecho sucesorio a la corona de Francia y al monopolio español en el comercio con América. El Peñón pasaba de este modo a manos inglesas a perpetuidad, con la única cláusula de que España podría algún día recuperarlo si el Reino Unido elegía renunciar a él:
«Si en algún tiempo a la Corona de la Gran Bretaña le pareciere conveniente dar, vender o enajenar de cualquier modo la propiedad de la dicha Ciudad de Gibraltar, se ha convenido y concordado por este Tratado que se dará a la Corona de España la primera acción antes que a otros para redimirla».
Pero tal cosa no ha ocurrido de momento.
Lo cierto es que las relaciones entre ambos países a cuenta de este territorio siempre han sido complejas, casi siempre con maniobras rápidas para ampliar la zona cedida. Desde 1908 existe la Verja o línea de control militar que flanquea el acceso a Gibraltar, y que el Reino Unido considera una auténtica frontera. En 1966, el entonces Ministro de Asuntos Exteriores, Fernando Castiella, presentó una petición formal de devolución del territorio, que fue rechazada por sus homólogos. De ahí surgió la idea del referéndum, que se habría de celebrar al año siguiente, en concreto el 10 de septiembre de 1967.
Harold Wilson, Primer Ministro británico, encargó el asunto a Judith Harth, Ministra para las Relaciones con la Commonwealth, a sabiendas de que la celebración de un referéndum violaba la resolución del Comité de Descolonización de las Naciones Unidas. Pero el referéndum se llevó a cabo, en gran parte por mediación de Joshua Hassan, Ministro Principal de Gibraltar, y frente a la pasividad del Gobierno de Franco, que no quiso hacer campaña y se limitó a esperar los resultados. Por el contrario, Wilson había prometido pasaporte británico a los gibraltareños si se mantenían donde estaban. Todas las grandes naciones observaron con expectación un asunto que parecía nimio, pero que podía hacer cambiar de manos la puerta del Mediterráneo. La elección era clara: seguir siendo súbditos del Imperio británico o unirse a la España franquista. A cada uno de los bloques le interesaba mucho el valor propagandístico del hecho en sí, y las papeletas solo daban dos opciones. Había que posicionarse.
Ese día votó casi el 96 % de la población de Gibraltar y los resultados fueron clarísimos: más de doce mil votos a favor de la soberanía británica y solo cuarenta y cuatro a favor de la española. A partir de ahí se redactó una nueva Constitución para el territorio y España ordenó el cierre de la frontera, que duró hasta 1982.
En 2002 se produjo un nuevo referéndum, como parte de la propuesta del Gobierno español de una soberanía compartida, y los resultados fueron similares. Desde luego, parece obvio, después de dos intentonas, que los gibraltareños no quieren dejar de ser británicos, y lo han expresado sobradamente.
Como dijo en 2017 el viceprimer ministro del Peñón, Joseph García, «el referéndum fue un hito importante en nuestra evolución. El Reino Unido determinó que el pueblo de Gibraltar había alcanzado la mayoría de edad y asumía la decisión sobre lo que debería ser la futura soberanía».
Ojalá en la historia hubiera muchas más decisiones como esta: tomadas a través de las urnas y no de los soldados, los cañones y las naves de guerra.