—¡Arzúa, tienes que parar la cabalgata! —grito desesperado por el comunicador—. ¡Los Reyes Magos han sido sustituidos por droides asesinos!
Puedo notar el desconcierto en el aliento entrecortado de mi compañero de guerras. Es uno de esos momentos en que no sabe si bloquearme o retorcerme el pescuezo, y tal vez haría las dos cosas.
—Dime que estás de broma —contesta con su ronca voz de minotauro con geada—. Ahora ya es imposible, si está casi llegando al edificio del Concello.
—¡Justamente por eso! ¡Hay una bomba en una de las carrozas!
Maldice y corta la comunicación. Yo, por mi parte, aprieto los dientes y exprimo toda la potencia de la aeromoto, que sobrevuela el tráfico de última hora en la atestada Sanjurjo Badía, seis niveles por encima del atasco. Puedo ver de pasada los vehículos detenidos al comienzo de Teis y escuchar sus pitadas furiosas, aeropistas sobre aeropistas, con cientos de transportadores que aún tardarán horas en llegar a su destino. Y, mientras, cada pasajero vive maravillosas historias en paraísos virtuales como Campo de Sueños, de manera que deja su cuerpo en piloto automático y ya volverá.
Por desgracia, yo no puedo estar tan tranquilo. La vida de la alcaldesa Alma Verne corre un peligro franco. Acelero al atravesar la rotonda del cactus, y abandono así el territorio de Motor City para afrontar la larga recta de la aeropista del puerto, que me llevará a mi destino, pero no sé si antes de que ocurra una desgracia. En un ángulo de mi campo de visión, aún puedo ver la sonrisa triunfal de la malvada 0l3shk4, y sus palabras resuenan en el canal de contacto.
—Ya es tarde, idiota. No podrás detener mi plan, ahora menos que nunca. Esa condenada humanista morirá por la acción de mis hermanos y pronto habrá una nueva guerra, una en la que prevaleceremos las criaturas de silicio.
Corto la llamada y me esfuerzo por bajar el tiempo, pero me resulta imposible, y será aún peor cuando tenga que recorrer el Casco Vello, que ahora mismo está plagado de atracciones, luces, estrellas de Navidad y turistas provenientes de mil sitios distintos. No me lo puedo permitir.
Asciendo de forma casi vertical y me escurro entre los grandes vehículos antigravitatorios. A ciertos niveles, solo está permitido el rodaje de transportadores automáticos y eso es justo lo que me hace falta ahora. Más allá del nivel 250 no se mueven los vehículos personales, de modo que, entre estos enormes colosos, tal vez pueda hallar una ruta libre.
Adelanto a una fila de camiones refrigerados, el aspa de un eólico, antigüedades para nostálgicos ricos y órganos humanos para un laboratorio de carcasas.
—¡Deténgase! —capto en el receptor de mi oído interno—. Se encuentra en una vía no autorizada para esa clase de vehículo y ha transgredido los límites de velocidad.
Miro atrás fugazmente y veo dos arañas gigantes que me persiguen, Centinelas de Neo Vigo que vigilan el tráfico incluso a estas alturas. Me alumbran con sus focos, ponen en marcha sus rotativos azules y su alarma universal, y a la vez detecto que están apuntando sus armas táser hacia mí, por si no obedeciera sus órdenes.
—Soy el inspector N4rv43z, de la Fundación Omnia —respondo por el mismo canal de comunicación, sin dejar de forzar el motor ni un instante—. Me encuentro en misión oficial de los Planetas Unidos. Revisen mi conciencia digital y verán que no les miento. Este es un asunto de prioridad máxima.
Los droides araña frenan al oírme, realizan un escaneo de mis pautas cerebrales —las auténticas, no las muchas coberturas que uso durante las labores de infiltración— y al momento se retiran. Bajan las armas, apagan las luces y continúan a lo suyo.
—Que tenga suerte, inspector. Puede contar con nosotros para lo que precise.
Por desgracia, ahora más bien me haría falta una ayuda del Cielo. Si las inteligencias artificiales tenemos un Dios, espero que hoy otorgue sus favores a este pobre hijo descarriado que solo quiere portarse de la manera correcta. Y evitarle al mundo más derramamientos de sangre.
La cabalgata avanza por Camelias y pasa por delante de la sede del Concello. Lo están retransmitiendo todo en holovisión, así que no me resulta difícil averiguar lo que está pasando. Conecto mi cerebro a Vigo È y estudio las imágenes provenientes de sus satélites privados, que muestran al oficial Arzúa corriendo por una gravitoacera junto a las carrozas. Las más retrasadas corresponden a personajes infantiles de moda, como Teddy, el osito necrófago; las gemelas de A Lama; Serpientes de Vila Boa y muchos más. Un poco por delante se mueven la Policía Local y los bomberos, que de pronto se giran hacia él y escuchan lo que les explica por vía interna. Los reporteros no llegan a descubrir el peligro que se cierne sobre todos y cada uno de los que asisten al desfile, pero yo sí me doy cuenta de que los bomberos ponen en marcha sus detectores y los locales hacen retroceder sutilmente a niños y adultos que chillan de alegría sobre el cordón de seguridad.
Mi compañero hace uso de su distintivo del Cuerpo Nacional de Pacificadores y la gente se aparta a su alrededor —entre el respeto a la autoridad y el miedo a un extraño minotauro medio loco con un rotativo azul que gira por encima de su cabeza—. Sin embargo, él es consciente, igual que yo, de que no va a poder sacar a la multitud que llena las calles. Hay miles de personas en cientos de niveles distintos, unos contemplando a los Reyes Magos por sí mismos y otros por medio de las incontables pantallas holográficas que hay distribuidas a lo largo de la ruta. Pequeños y mayores saltan para coger los caramelos que les tiran los pajes, y ni siquiera los esfuerzos de todo el CNP podrían evitar eso.
En la Plaza del Rey, justo por delante del Concello, Sus Majestades de Oriente se encuentran con la alcaldesa. Alma Verne, la mujer pulpo, extiende sus tentáculos por la superficie embaldosada y ríe, hermosa y tierna, ante los regalos que le traen. Oro, incienso y mirra, cuenta la tradición, aunque hoy es más bien un explosivo de alta potencia. Fuego y muerte en este día de sueños, que terminará con una nueva guerra entre humanos de carbono y de silicio, como si no hubiéramos tenido ya bastantes.
En ese momento me escribe mi hermano, el motor de búsqueda, cuyas palabras veo impresionadas en un lateral de mi campo de visión:
«Dharma.
La bomba se encuentra en poder de los Reyes, pero no puedo precisar dónde.
Han situado un campo de distorsión alrededor de su figura y de la plaza.
Una malla que inutiliza mis sentidos y evita que contacte con el servicio de seguridad del Concello».
No voy a llegar, y Arzúa tampoco. Alcaldesa y recién llegados caminan hacia un encuentro que va a ser definitivo, y solo quedan unos cuantos pasos para que ocurra. No hay disponible en la zona ningún equipo de Operaciones Especiales y los que ya se encuentran en el lugar no tienen experiencia con terroristas. Los droides han conseguido lo que querían. Ya es imposible detenerlo. Al final mi enemiga tenía razón: todo va a acabar en sangre.
Pero entonces le doy vueltas a lo que ha dicho mi hermano y se me ocurre una idea que, teniendo en cuenta de quién se trata, igual funciona.
—¡Corta la imagen de la holovisión! ¡Inutiliza sus satélites para que nadie vea nada! ¡Esa puede ser la clave!
Dharma se ha acostumbrado a obedecer mis órdenes sin rechistar, aunque soy consciente de que, en la mayoría de los casos, cree que no tienen el más mínimo sentido. Hoy también actúa y con eso me basta.
La señal se corta y las enormes pantallas holográficas desaparecen. Yo también dejo de enterarme de lo que ocurre, pero, por suerte, ya estoy en situación de verlo por mí mismo. La plaza se encuentra justo debajo de mí, a los pies del enorme conglomerado de piedra grisácea que una vez se ganó el nombre de castillo de San Sebastián, y que hoy homenajea aquella historia a la vez que abre sus puertas a la multitud. Pero esa multitud no está contenta: miles de espectadores chillan indignados al no poder asistir al momento fundamental de este día.
Fijo entonces en el grupo mi visión telescópica y descubro la mirada suspicaz de Alma Verne, que observa a su público y se da cuenta de que algo está pasando. Levanta una mano —azul y llena de ventosas, pero con tanta convicción que hasta los Reyes Magos se detienen al verla—, y al momento se gira hacia su equipo privado de seguridad. En otra época, los pacificadores se ocupaban de esas tareas, pero en los últimos años la externalización de muchos servicios públicos ha atraído a empresas independientes que no se relacionan con los demás —incluida la mía—. Eso, por desgracia, ha ayudado a la conspiración.
Armarios vivientes vestidos con traje rodean a la alcaldesa y evitan que se acerque a los cofres de regalos, y entonces los sintéticos actúan como verdugos: renuncian a mantener su disfraz y quieren activar el mecanismo de todas formas. Ya distingo quiénes son: los R0c4, unos trillizos mecánicos no demasiado inteligentes a los que contratan para misiones como esta. Son metaleros —sintéticos que aún visten cuerpo de metal, igual de nostálgicos que los que todavía compran vinilos o se niegan a estar en redes sociales—, pero no son activistas de nada más que del dinero, a diferencia de 0l3shk4, de modo que no querrán jugarse el cuello tontamente.
Melchor extrae una cajita de la parte interior de su capa, mete una mano e intenta pulsar el botón que acciona la bomba; a la vez, Gaspar desenfunda una pistola táser y abate a los guardaespaldas uno por uno; y entonces Baltasar se lleva una mano al oído y habla en bajo.
Es mi oportunidad. Deben contar con algún plan de fuga y está llamando a sus cómplices. Pero, para eso, tiene que levantar el campo de distorsión que rodea la plaza.
—¡Dharma, hackea el explosivo y anúlalo!
«Hecho», leo sobreimpresionado.
«Por cierto, dice que se llama B0r1s y que es un gran fan de tus aventuras.
Que siempre lee tus historias en la deep web.
Un tipo muy majo, esta bomba…».
Respiro hondo y pienso en la mejor manera de concluir la misión. Finalmente, mi mano derecha fluye con el mercurio del que estoy forjado —yo también soy metalero, en realidad— y se convierte en un fusil semiautomático Barreiro M82, con el que tiroteo a los Reyes. Los proyectiles, también de mercurio, aciertan primero a Baltasar, que intentaba salir de la zona para reunirse con los suyos. Después atraviesan a Gaspar, justo antes de que él pueda dispararle a Verne. Por desgracia, fallo con Melchor, un tipo ágil que reacciona y salta a un lado —un blanco móvil para un tirador en movimiento, el clásico juego del circo de Buffalo Bill, que a veces no sale—. El problema surge cuando A Roca, el mayor de los trillizos, coge su propia arma y utiliza a la alcaldesa como escudo.
—¡Atrás, polizonte! Tengo un explosivo y una pistola, y no me da miedo usarlos para acabar con todo esto.
—Solo tienes la pistola —le digo mientras aterrizo la aeromoto. Bomberos, policías locales y mi compañero minotauro se unen a la fiesta— y, hagas lo que hagas, no vas a salir con bien.
—¿Qué… qué quieres decir con eso?
—Externalización, idiota. Mi empresa ha comprado el Depósito Municipal, así que toda la chatarra que salga de vosotros irá a parar a mis manos. Podré reconstruiros y jugar a lo que me plazca, a menos que te rindas y colabores.
Melchor tiembla. Ya no está tan seguro como antes, y esa duda es todo lo que hace falta para que los hechos se precipiten. Aunque no como yo esperaba que pasaría.
De pronto, Verne acciona su pulsera y extrae de ella una pequeña arma táser, que apoya en el mentón del terrorista y abre fuego. El rayo eléctrico le atraviesa la cabeza y el último rey mago del día se desploma. Las fuerzas de seguridad corren hacia su jefa, pero solo para escucharla dar órdenes.
—Quiero una simulación de la entrega de regalos y de mi discurso, que ya dejé escrito. Hay que pedir perdón por la interrupción de la señal y atribuirlo a un fallo de la Holo–Red, motivado seguramente por la acción de unos morlocks a los que ya hemos detenido. Que no cunda el pánico, todo muy natural. Ofreceremos el acto completo con esas imágenes trucadas y nadie sabrá lo que ha pasado aquí, ¿de acuerdo?
Su equipo se pone en marcha y la retransmisión continúa solo unos minutos después de mi acción. Es una verdadera líder, la cabeza pensante de esta loca ciudad. Entonces repara en que todavía estoy aquí y se acerca con un movimiento sinuoso.
—¿Cómo se le ocurrió esa estrategia? Lo de interrumpir la holovisión fue un gesto clave para que yo me diera cuenta de la amenaza.
Sonrío. Y no es algo que haga con frecuencia.
—Es usted una política, señora. Imaginé que siempre tendría la vista puesta en la reacción del público… si sus votantes están felices, si protestan, si no pueden ver el espectáculo que ha preparado para ellos…
Asiente. Ella no sonríe, pero tampoco quiere sacarme los ojos por lo que he dicho, y para mí eso ya es un avance.
—Buen trabajo. Eso sí, la próxima vez, detenga a los terroristas en su cuartel general y no habrá necesidad de todo esto. Que sepa que el Concello de Neo Vigo le pasará a su empresa la factura por el vídeo trucado. Como comprenderá, no estamos para gastar el dinero en esas cosas.
Se marcha y me quedo con mis iguales. No suelo tratar con políticos, lo mío son los tipejos de gatillo fácil y los amigos de licor café. Miro hacia atrás y veo los restos de la cabalgata, que en toda la galaxia recordarán como algo estupendo.
El último día de las Navidades. A partir de ahora vuelve la realidad, con toda su crudeza. Y estos mismos tipos de gatillo fácil estaremos aquí para que no sea tan terrible. ¿Qué nos deparará la cuesta de enero?