Este verano se cumple un siglo del fallecimiento de uno de los mayores genios de la literatura inglesa y uno de los maestros de la novela de aventuras, muchas de cuyas páginas extrajo de vivencias propias. Porque Joseph Conrad tuvo una vida tan apasionante como cualquiera de sus obras, si no más incluso.
Nació en Berdichev en 1857. Esta es una localidad de interior que actualmente pertenece a Ucrania, pero que entonces formaba parte del Imperio ruso. Los zares habían estado decretando durante años el envío a Berdichev de un gran número de judíos. Esta población desplazada llegaba a más de 40.000 personas de las 50.000 que vivían allí entonces —casi el 80 %—.
Se trató de un importante núcleo comercial hasta 1850, cuando toda esa actividad fue trasladada a Odesa, ciudad que dispone de puerto en el Mar Negro, de manera que Berdichev quedó como cuna de una élite cultural judía —y por ello sufrió la represión nazi en 1941, durante la invasión alemana de Rusia—.
Además de judíos, en Berdichev había una minoría de aristócratas polacos —católicos que hablaban polaco— y rutenos o ucranianos —ortodoxos que hablaban ruso—. El padre de nuestro escritor era un noble menor polaco que había llegado a escribir comedias, había dirigido una revista cultural y había traducido al polaco las obras de Shakespeare. Sin embargo, se implicó en las actividades de los movimientos independentistas polacos, lo que le llevó a una condena a trabajos forzados en Siberia con toda su familia. La madre falleció allí y el padre a la vuelta, seis años después, ambos de tuberculosis.
Huérfano a los doce años, el niño Józef Teodor Konrad Korzeniowski pasó a la tutela de su tío Thaddeus en Leópolis, en aquel entonces dominio del Imperio austrohúngaro, hoy en día también territorio de Ucrania. Allí conoció a una tía abuela suya que se dedicaba a editar atlas del mundo, y a través de eso nació su pasión por la geografía. Ya de pequeño, se quedaba embelesado con las descripciones de los rincones más exóticos y, a los diecisiete años, se marchó definitivamente de casa y se enroló durante cuatro años en barcos mercantes franceses —y de paso llevó a cabo labores de contrabando de armas para los carlistas españoles y bonapartistas franceses—. Esta experiencia sería fundamental en su vida y en el desarrollo de su carrera literaria, por cuanto su obra estaría marcada por las novelas marítimas, por la presencia del mar en muchas de sus formas. Y los hechos y personajes que aparecen en sus páginas proceden en su mayoría de experiencias propias, igual que ocurre con otros grandes novelistas de aventuras como Hermann Melville o Jack London.
La relación de Conrad con el mar fue permanente: trabajó como marinero en puertos ingleses y durante ese tiempo aprendió inglés a partir de textos de Shakespeare, los mismos que su padre había traducido al polaco. Por entonces ya hablaba cuatro lenguas: polaco, ruso, francés e inglés, pero fue en esta última en la que decidió escribir.
Pensemos que esta era la época del Gran Juego, el enfrentamiento silencioso entre el Imperio británico y el Imperio ruso por el dominio de Asia y en concreto Afganistán. Por tanto, si Conrad pretendía escapar de los zares por su herencia polaca y los delitos de su padre, era inevitable que recalara en territorio británico. Pronto ascendió al cargo de capitán de la Marina mercante británica y por ese medio recorrió casi todo el planeta.
Conrad vivió el final de la época de los grandes veleros y la llegada de la máquina de vapor, lo que suponía la fabricación de navíos mucho más grandes, estables y seguros. Para su trabajo supuso un cambio absoluto, aunque se perdiera el romanticismo de la navegación a vela. Él fue consciente de eso y decidió reflejar en su literatura esa vida decadente de los últimos marineros tradicionales, una vida que él adoraba, pero que sabía que estaba condenada a la extinción.
Su obra fue, por tanto, una traducción de lo que había conocido en primera persona, y también de lo que le iba llegando durante sus travesías, como las matanzas que estaban ocurriendo en el Congo, y de las que habló en El corazón de las tinieblas; o de lo que averiguaba sobre espionaje internacional, como en El agente secreto. Vivió de su producción literaria, afincado en el sur de Inglaterra junto a su esposa, con la que tuvo dos hijos. Su trabajo llegó a ser realmente popular e hizo que entablara amistad con Rudyard Kipling, H. G. Wells, Henry James o Ford Madox Ford. En 1923, el Primer Ministro británico, James Ramsay MacDonald, le ofreció el título de caballero, pero él lo rechazó, porque en el fondo seguía siendo el mismo aventurero independiente y descreído.
Murió un año después y pidió que en su tumba escribieran el siguiente epitafio, que corresponde a unos versos de 1590 de Edmund Spenser:
Sleep after toil,
port after stormy seas,
ease after war,
death after life
does greatly please.
El sueño tras el esfuerzo,
el puerto tras la tempestad,
el reposo tras la guerra,
la muerte tras la vida,
harto complacen.
Conrad fue a la vez un aventurero y un intelectual. Recorrió el planeta a bordo de numerosos barcos, sufrió de cólera, ataques reumáticos, alcoholismo y depresión, y a punto estuvo de ahogarse en algunos accidentes marítimos. Pero también fue un hombre instruido en literatura clásica, que leía a Flaubert en francés y escribió sus obras en un inglés recargado, que conocía en un grado superlativo. Eso le valió el reconocimiento internacional y hoy se le considera una de las figuras más importantes de la literatura inglesa y, en concreto, de los relatos y novelas marineras, que muchos consideran su gran especialidad.
Ha pasado un siglo de su muerte, pero siempre nos quedará su legado, que marca un antes y un después en la literatura, y que conviene recordar en esta fecha tan significativa.